La arriera (disponible en pocos cines de México, entre ellos, la Cineteca Nacional) es algo más que la historia de un personaje que cambia de atuendo. Es la construcción de una identidad que adquiere tiempo y espacio frente a nosotros, en una puesta en escena.
La arriera, dirigida por Isabel Cristina Fregoso, explora de modo muy perspicaz la identidad del México que, luego de la Revolución de 1910, tuvo que explorar sus propias identidades, significados y códigos: ¿qué es aquí ser hombre? ¿y mujer qué significa en México? ¿Qué papel juegan estos conceptos: rifársela como varón o como mujer?
Son temas importantes los que trata La arriera y ya han sido tratados, claro, aunque casi siempre desde la superficie. Hay grandes películas con este tema. Está Carmín tropical del 2014 y el clásico de Ripstein, El lugar sin límites, de 1978, pero la novedad de La arriera estriba en el hecho de que el país, al igual que la protagonista, busca su identidad. La actriz Andrea Aldana se relaciona así con el entorno, con la cámara y con la mirada del espectador. Con arte y finura, sin caer nunca en la vulgaridad o la caricatura. Su personaje es adorable, cierto, pero en un sentido diverso al de los clásicos mencionados.
El amor de esta mujer que —como Juan Preciado en Pedro Páramo— busca a su padre es estructural porque está construido —y se nota— desde la idea original. Su modo de caminar, por ejemplo, transita del texto hasta el mohín de la actriz en modo natural. Ella se mueve masculinamente, sí, pero con pasos un poco más amplios, más seguros, quizá. Su cuerpo discretamente echado para adelante. Cuando está en descanso, montando a caballo la posición es un cuadro, una obra en que todas las disciplinas que convergen en el cine conspiran para construir un retrato exquisito, ambiguo y existencial.
Hay un problema: la voz. Emilia vive en un universo de silencios obligados, de conversaciones indirectas. Es aquí donde la cámara se vuelve protagónica del magnífico ensamble. La masculinidad que no se puede imitar en las palabras se suplen con gestos, con miradas y, por supuesto, con el close up, ese invento del gran cine que subraya lo más pequeño para darle relevancia narrativa. Es aquí donde entra también en escena el vestuario.
La arriera usa ropa de hombre, pero no como un disfraz. Ella es eso, una arriera, y necesita esta ropa como parte de una apropiación vital, hecha de una masculinidad muy específica que se concentra en detalles como el ajustarse un cinturón, colocarse perfectamente el sombrero o amarrarse el pañuelo de modo casi ritual.
Hay escenas muy impactantes, pero en la que sigue se suma todo: Emilia se da cuenta de que la observan quienes sospechan ya de su identidad. La cámara sobre su cara subraya tensiones muy sutiles en la piel. Son tensiones de orgullo, de determinación, pero también de vulnerabilidad. Como la del protagonista de Boys Don’t Cry de Kimberly Peirce, que en 1999 se juega la vida en un Estados Unidos intolerante y violento, como en Tomboy de Céline Sciamma en el 2011, o 52 Tuesdays de Sophie Hyde del 2013.
En todas estas películas la gesticulación, el vestuario y, en fin, eso que llamamos cine, se materializa en un personaje frágil físicamente, pero hecho de una voluntad de fierro. Y aquí está en La arriera ese espíritu, pero hay en la guionista, la directora y la actriz un descubrimiento que lo cambia todo: La arriera representa a un país que se está reencontrando después de la guerra más cruel que ha vivido.
La arriera
Isabel Cristina Fregoso | México | 2024
AQ