Entre bocanada y bocanada de humo (no dejó de fumar a pesar de que los médicos se lo prohibieron varias veces), mi maestro Miguel Ángel Bastenier una vez me soltó: “yo soy más mexicano que tú”. Ante mi desconcierto, él —tan catalán, tan español, tan europeo, tan racionalista— se hinchaba de orgullo y agregaba el motivo: “porque yo soy guadalupano”. A ver: nunca he peregrinado a la Basílica de Guadalupe un 12 de diciembre ni he ido con nopales en las rodillas hasta su altar, pero al haber nacido y crecido en un país católico, donde la imagen e historia de la Virgen de Guadalupe es omnipresente, y tener una fe latente en ella, también podría catalogarme como guadalupano, ¿no? “No”, me respondió el legendario profesor de periodistas iberoamericanos. “Eso no basta. Para ser guadalupano hay que tragarse por completo un mito que, sobre todo, sirve como lazo de unión entre los pueblos. Yo soy mexicano y latinoamericano, además de español y europeo, porque soy guadalupano. Y, bueno, un poco de fe en algo siempre hay que tener”, me explicó en el mismo tono que utilizaba en sus clases.

La charleta de Bastenier me ha venido a la mente debido a la inauguración de Tan lejos, tan cerca. Guadalupe de México en España en el Museo del Prado. La exposición ofrece una nueva mirada sobre el papel de la Virgen de Guadalupe como imagen revelada, objeto de culto y símbolo de identidad en el ámbito hispano. A través de casi setenta obras, entre pinturas, grabados, esculturas y libros, muestra cómo esta figura religiosa, surgida en el cerro del Tepeyac en 1531 (tras cuatro apariciones al indio Juan Diego), trascendió las fronteras novohispanas para convertirse en una presencia poderosa en el imaginario colectivo español. El conjunto de objetos aborda la transmisión del relato guadalupano mediante modelos narrativos y visuales estandarizados, la genealogía formal de la imagen y su conexión con iconos marianos europeos (como la Inmaculada), su condición de “pintura no hecha por mano humana” y la sacralidad de su manto, concebido como reliquia viva y objeto de veneración. También se incluye un contrapunto con la pintura peninsular contemporánea, revelando afinidades y disonancias estilísticas con algunas escuelas, como la madrileña y la andaluza.
La exposición consolida de este lado del charco a la Virgen de Guadalupe como un icono popular que ha trascendido a la religión, ya que está presente en las artes plásticas, la cinematografía, la música y la literatura. Da la sensación de que para la pinacoteca más importante de este país, la “morenita del Tepeyac” es una “estrella pop”, pues saben que cada año, en un solo día, reúne a más de 10 millones de personas y su estampa se reproduce en el merchandising habitual de los ídolos: camisetas, llaveros, cobertores, bolsas, gorras, películas… Además, es conocida y venerada en todos los países hispanos (con una “ayudita” de Televisa, todo hay que decirlo, que con sus programas y telenovelas vendidas a buena parte del mundo ha contribuido a su difusión). Prueba de ello es que cada extranjero que conozco me habla siempre de Cantinflas, del Chavo del Ocho y de la Virgen de Guadalupe.
Ahí está la deidad aparecida en el ayate de tela burda de un indígena piadoso, enmarcada con adornos barrocos o en retablos churriguerescos o en piezas reproducidas con técnicas artísticas especializadas en nácar, marfil, madera, piedra o latón, una ristra de objetos que evidencia la proyección global del culto guadalupano y su inserción en las redes transoceánicas de intercambio cultural. Como complemento a la muestra, la Casa de México en España tendrá hasta el próximo mes de septiembre una intensa programación cultural (conferencias, un ciclo de cine y talleres de artesanía) que profundiza en la dimensión simbólica y artística de la Virgen de Guadalupe, quien para algunos –no lo olvidemos- sólo fue una argucia más del imperio español para convertir a los indígenas al cristianismo, con alguien “como ellos”, diez años después de la caída de Tenochtitlan, y así afianzar la conquista. A mí, concretamente, tantas imágenes reunidas me han recordado, además de las palabras de Bastenier, el día de 2009 cuando Hillary Clinton, entonces secretaria de Estado de la primera presidencia de Brack Obama, fue a la Basílica y después de observar detenidamente la imagen divina le preguntó al rector, Monseñor Diego Monroy, quién pintó el cuadro.
AQ