“Pregunta usted por mis Compañeros, Colinas —Señor— y el crepúsculo —y un perro grande como yo, que me compró mi padre”. Así le contesta Emily Dickinson a su corresponsal, Thomas Higginson, quien en uno de sus primeros intercambios epistolares la interroga sobre sus contertulios literarios.
Las cartas de Dickinson son un registro vital y un asomo a su intimidad, pero, también, valiosas piezas de pensamiento y creación literaria. La correspondencia fue una vía de mundanidad para esta “reclusa” que, pese a su proverbial timidez, mantuvo una nutrida red de relaciones epistolares.
Las cartas también fueron un medio para difundir y preservar su creación, pues solía acompañar sus mensajes de poemas, flores u otros detalles. La poeta legó una correspondencia vasta (más de mil misivas), con fines diversos desde los más utilitarios a los más personales, pero que, en conjunto, refleja su genialidad, excentricidad y sentido del humor. La selección de sus Cartas (Lumen, 2021) traducidas y pertinentemente anotadas por Nicole d'Amonville brinda una panorámica de esta correspondencia y ofrece numerosas claves para acercarse a su enigma.
Por un lado, puede rastrearse su formación literaria e influencias; su mapa de afectos (muchos de los cuales siguen siendo un misterio), su fortaleza de carácter para resistir presiones sociales o religiosas y el peso de sus quehaceres y responsabilidades, ante una madre postrada y la figura terrible e idolatrada del padre.
Por otro lado, puede constatarse su capacidad de observación y goce con las cosas pequeñas (sus castas bodas con el mundo), así como su ternura y genuino altruismo. Se trata de una correspondencia que transmite la sensación de cautiverio y episodios de dolor e incomprensión, pero también momentos de dicha y comunión.

Desde luego, esta selección contiene una de las cartas más importantes para la literatura contemporánea: en abril de 1862, a los 31 años, Dickinson le envió a Higginson, un crítico literario, una carta con 4 poemas pidiéndole juicio y consejo. A partir de ahí, se crearía una entrañable relación intelectual que duró toda la vida de la poeta (y que se tradujo en una memorable visita presencial del “mentor” a su pupila).
Aunque el un tanto limitado Higginson nunca entendió del todo la revolución poética de Dickinson, y aunque la vocación de la poeta ya estaba consolidada antes de conocerlo, el generoso corresponsal la cobijó y animó y, sobre todo, fue el editor de su obra póstuma. Eso ayudó a la pervivencia de la hazaña de Dickinson, quien con sapiencia vital y con unas cuantas fuentes librescas (la Biblia, Shakespeare) muy pocas de ellas contemporáneas (confiesa que no ha leído a su coetáneo Whitman y solo lo ubica por su fama de “desvergonzado”), aborda de manera originalísima las más cruciales preguntas espirituales y estéticas y funda una tangible religión del arte: “Si leo un libro y se me enfría tanto el cuerpo que ningún fuego puede calentarme, sé que eso es poesía”.
AQ