¿A qué aspiran nuestras vidas en su camino hacia la muerte? ¿Podemos entender que, sin la belleza, la vida probablemente no vale la pena ser vivida y que, por otra parte, cierta forma del mal procede del uso pervertido de la belleza? Ciertamente, el universo no está obligado a ser bello, pero es bello. ¿Significa eso algo para nosotros? ¿Acaso la belleza es solo un exceso, un añadido ornamental, una especie de “guinda en el pastel”? ¿O se arraiga en un suelo más original, obedeciendo a alguna intencionalidad de naturaleza más ontológica? Por otra parte, ¿podríamos integrar la muerte en nuestra visión de la vida y configurarla desde el otro lado, que es nuestra muerte? ¿Nuestra orientación y nuestros actos pueden ser siempre impulsos hacia la vida? Estas son algunas de las preguntas que intenta responder el académico, escritor, traductor y calígrafo chino François Cheng (1929) en su libro Meditaciones sobre la belleza y la muerte, una obra que acaba de publicar la editorial Siruela reuniendo por primera vez las cinco meditaciones que sobre la belleza y la muerte expuso el autor en diez veladas que se desarrollaron en el marco de una sala de meditación, en la sede de la Federación Nacional de Profesores de Yoga de París.
Cheng, un pensador de origen chino afincado en Francia que hunde sus raíces en una vida dedicada a la escritura y a la transmisión de una tradición artística milenaria que dialoga y abreva en las tradiciones de pensamiento más profundas de Oriente y Occidente —autor de La escritura poética china, Estaciones de vida, Ojo abierto, corazón apaleado, entre más de una veintena de libros publicados—, habla de la belleza para tratar de hacer volver al hombre a lo mejor de sí mismo y, sobre todo, para aventurar una palabra que pueda transformarlo frente al reino casi generalizado del cinismo, cruzando de la estética a la ética para sugerirnos volver a lo esencial.

Como observa, en estos tiempos de miserias omnipresentes, de violencias ciegas, de catástrofes naturales, hablar de la belleza puede parecer incongruente, inconveniente y aun provocador; casi un escándalo, agrega. Su tarea, no obstante, es llegar lo más lejos posible en el rastreo de lo que significan la belleza y la muerte. Y en este libro el lector realiza, junto al meditador, ese viaje:
No dejes en este lugar, al pasar
Ni los tesoros de tu cuerpo
Ni los dones de tu espíritu
Sino algunas huellas de pasos.
Para que un día el gran viento
A tu ritmo se inicie
A tu silencio, a tu grito,
Y fije al fin tu camino.
La última meditación sobre la muerte, a la que pertenece este poema, es el punto de partida de lo que Meditaciones sobre la belleza y la muerte se propone: iniciarnos activamente en la reflexión sobre nosotros mismos para que percibamos lo que el filósofo francés Vladimir Jankélévitch, citado por Cheng, destacaba cuando escribió: “Si la vida es efímera, el hecho de haber vivido una vida efímera es un hecho eterno”. Porque cada uno de nosotros, como expone François Cheng, carga consigo lo que la humanidad lleva en ella: “Lo que lleva en ella son todas las condiciones extremas de la vida, tanto el paraíso como el infierno, la cima como el abismo, el impulso hacia la más alta esfera y la capacidad de una crueldad sin límite, instantes de felicidad divina y sufrimientos atroces causados por el mal radical”. En ese contexto, dice Cheng, “el mal y la belleza constituyen dos extremos del universo vivo, es decir, de lo real. Sé, pues, que a partir de entonces tendré que tener ambos en cuenta: tratando uno solo y dejando a un lado la otra, mi verdad nunca será válida”.
La verdadera vida “es el irreprimible deseo de vida, es el impulso infinito hacia la vida, es la inagotable nostalgia de la vida total”. Lo extraordinario de estas meditaciones es que se trata de lecciones de filosofía que no hablan en nombre de una sola tradición ni de un ideal legado por antiguos cuya lista sería limitativa, ni menos aún de una metafísica preafirmada, de una creencia, y se presenta más bien como una fenomenología “que observa e interroga no solo los datos ya conocidos y acotados por la razón, sino lo que está oculto e implicado, lo que surge de manera imprevista e inesperada, lo que se manifiesta como don y como promesa”. No ignora que, en el orden de la materia, se puede y se deben establecer teoremas; en cambio, sabe que, en el orden de la vida, conviene aprender a captar los fenómenos que advienen, singulares cada vez, cuando estos resultan ir en el sentido de la vía china del tao, es decir, de la vida abierta, un proceso que ahonda en la capacidad para la receptividad. “Solo una postura de acogimiento —ser el barranco del mundo, según Laozi— y no de conquista nos permitirá, estoy convencido, recoger de la vida abierta la parte de lo verdadero”.
En Cheng, la muerte se impone como un don. También, es una oportunidad. “La muerte puede revelarse como la dimensión más íntima, la más secreta, la más personal de nuestra existencia”, señala. “Incorporar la muerte a nuestra visión es recibir la vida como un don de una generosidad sin precio”. Cheng nos sugiere así configurar la vida desde nuestra muerte concebida no como un fin, sino como el fruto de nuestro ser.
Inmensa paradoja: la conciencia de la muerte que nos atormenta está lejos de ser una fuerza puramente negativa, nos hace ver la vida no ya como algo simplemente dado, sino como un don inaudito, sagrado. Y la belleza es una manifestación de ese don, que está más allá de lo estético. “Una belleza auténticamente encarnada nunca es la belleza de una simple figura. Es transfiguración por la gracia del encuentro de una luz interior y de otra luz dada desde siempre, pero tantas veces oscurecida”. Trans-figuración, precisa Cheng, entendida como “lo que se transforma desde el interior, y también como lo que se trasluce en el espacio entre lo finito y lo infinito, entre lo visible y lo invisible”.
La muerte también es transformación, pues, como decía André Malraux citado por Cheng, “la muerte transforma la vida en destino”. Por este hecho, “el universo no es un simple montón de entidades que se agitan ciegamente, sino que está formado por una extraordinaria multiplicidad de seres, cada uno de los cuales, movido por el deseo de vivir, sigue un trayecto orientado, un trayecto que le es absolutamente propio. Una fuerza irresistible nos empuja a ir hacia delante. Y esta fuerza, como sabemos, no es otra que el tiempo irreversible”.
En ese proceso del tiempo, la perspectiva de la muerte hace único cada instante y todos los instantes. Cheng sostiene que “la muerte contribuye a la unicidad de la vida. Si hay mal, reside en las ocurrencias anormales, trágicas, y en las utilizaciones desviadas, pervertidas, de la muerte. Estas, sobre todo, se sitúan fuera del orden de la vida; son capaces de destruir el orden mismo de la vida”.
La belleza es importante para Cheng porque es “un estado de existencia”. “La belleza puede ser un don duradero si uno recuerda que es una promesa mantenida desde el origen. Por eso el deseo de belleza ya no se limita a un objeto de belleza; el deseo aspira a unirse al deseo original de belleza que rigió el advenimiento del universo, en la aventura de la vida. Cada experiencia de belleza, tan breve en el tiempo y sin embargo trascendiéndolo, nos restituye cada vez la frescura del albor del mundo”.
En el camino emprendido a través de estas meditaciones, Cheng nos convoca a entender que el instante, esa porción de vida que se da en nuestra existencia, no es sinónimo de presente: “el presente no es más que otro eslabón en el orden cronológico; el instante, por su parte, constituye un momento destacado en el desarrollo de nuestra existencia, una ola que sube por encima de los remolinos del tiempo”.
Ya podemos entonces comprender la necesidad y existencia del bien o la bondad, pues para que la existencia de este universo vivo pueda perdurar, expone Cheng, “tiene que haber un mínimo de bondad; si no, correríamos el riesgo de matarnos unos a otros hasta el último, y todo sería vano”. Cheng habla de bondad, porque la bondad que alimenta a la belleza, dice, “no debe identificarse con unos cuantos buenos sentimientos más o menos ingenuos. Es exigencia misma, exigencia de justicia, de dignidad, de generosidad, de responsabilidad, de elevación hacia la pasión espiritual. Puesto que la vida humana está sembrada de adversidades, corroída por el mal, la generosidad exige compromisos cada vez más profundos; así, profundiza también su propia naturaleza y genera virtudes variadas como la simpatía, la empatía, la solidaridad, la compasión, la conmiseración, la misericordia. Todas esas virtudes implican un don de uno mismo, y el don de uno mismo tiene el don de recordarnos, una vez más, que el advenimiento del universo y de la vida es un don inmenso. Ese don que cumple su promesa y que no traiciona es en sí una ética”.
Cheng traza una de idea de camino citando al escritor francés Romain Gary cuando dice que “hay que redimir al mundo por la belleza: belleza del gesto, de la inocencia, del sacrificio, del ideal”. Ahí está la clave. “La verdad ya no se limita solo a las grandes leyes de la vida que permiten a esta funcionar armoniosamente según el principio vital; también concierne a todas las formas de desviación y de perversión, que en nuestros tiempos cobran una amplitud extraordinaria y asaltan nuestra conciencia. Y el problema del mal radical —el que es capaz de destruir el orden mismo de la vida— sigue siendo el obstáculo ineludible en nuestra tentativa de establecer valores. Para que ese obstáculo no sea nuestro único horizonte, para que no nos tape la vista hasta el punto de impedirnos acceder a la visión más global de un universo vivo, que es un don total”.
AQ