DOMINGA.– En las calles de Monterrey hay fantasmas, son varios. Algunos asustan más que otros, traen consigo imágenes de sangre y llamaradas de fuego. Todos duelen en el alma. En unas semanas, el atentado al Casino Royale cumplirá 14 años. Ese dolor apareció cuando nos enteramos de vidas arrebatadas en un bar, en puentes peatonales, en lugares públicos.
La vida de los regiomontanos cambió. Dejaron de salir de noche y al conducir –en una ciudad agringada para moverse en auto– evitaban poner las direccionales para no “avisar” de la ruta a quien viniera detrás. Ya desde 2008 en la capital de Nuevo León había hechos de criminalidad impactantes: balaceras, narcomantas en puentes y cuerpos mutilados esparcidos o colocados aposta en lugares estratégicos. En 2010 todo se multiplicó y se sumaron más modos de violencia y terrorismo.
Este no es un “narco tour”, es un recuento histórico de los daños, las consecuencias y las heridas derivados de años de horror inimaginables en una metrópoli que se dice, que ha presumido, ser de vanguardia, desarrollo y modernidad. Para evitar hacer apología de la violencia y dar el respeto que las víctimas merecen, me refiero a esta crónica como el “tour del horror”.

Podría empezar yendo, según el mapa, a los lugares donde acontecieron los hechos: de sur a norte o al revés. Pero el orden cronológico de algunos de los sucesos delictivos más impactantes puede aportar una idea clara de cómo la inseguridad fue subiendo de tono dejando a la población amedrentada y encerrada en frustración. Una década a la que nadie quiere volver.
Debajo del puente elevado en el cruce de las avenidas Eugenio Garza Sada y Luis Elizondo se nota que el tiempo ha pasado desde que los estudiantes del Tecnológico de Monterrey –Jorge y Javier– fueron asesinados en 2010. Hoy está adornado de colores, con un camino de adoquín y tres bancas que miran en dirección al mural que activistas realizaron en su honor y como exigencia de justicia. Ese homicidio fue uno de muchos ataques contra la sociedad civil que hoy no olvida.
Terminaba 2006 cuando el expresidente Felipe Calderón declaró la “guerra contra el narcotráfico”. Ya para 2010, enfrentamientos entre Los Zetas y el Cártel del Golfo y de éstos contra fuerzas policiacas y militares, eran el pan de cada día. Había una lucha declarada entre ambos grupos que se disputaban el control de territorios y todo tipo de actividades ilícitas. El aumento de la violencia se reflejó en cada actividad y decisión de los ciudadanos. Por las circunstancias, los regios se vieron obligados a dejar de vestir los colores del abismo: el verde militar y el camuflaje.

Los colegas periodistas tuvieron que cambiar su forma de trabajar. Entre 2008 y 2014 dejaron de pelear por las notas exclusivas y acordaron trabajar en grupo: llegaban juntos a las coberturas de masacres y balaceras, algunos usando chalecos antibalas y cascos protectores. El riesgo y las amenazas para la prensa se incrementó, creció la censura y se practicó la autocensura para evitar conflictos.
Y el gobernador en turno, el priista Rodrigo Medina de la Cruz (2009-2015), parecía no tener una estrategia sólida de seguridad. William Shakespeare describe muy bien la percepción de esos momentos en La Tempestad, cuando Fernando, el hijo del rey, gritó: “¡El infierno está vacío! ¡Aquí están los demonios!”.
La muerte de dos jóvenes del Tec que fueron identificados como sicarios

El demonio de la violencia dio un golpe directo a los regios pasadas las cero horas del 19 de marzo de 2010. Jorge Antonio Mercado Alonso y Javier Francisco Arredondo fueron asesinados por militares en su propia universidad, el Tecnológico de Monterrey. Minutos antes, ocurrió un enfrentamiento entre militares y grupos delictivos sobre la avenida Garza Sada, frente a la universidad.
Las primeras versiones oficiales identificaban a Jorge y a Javier como sicarios que fueron abatidos por los valientes soldados, pero la lucha de sus familiares y la universidad por revelar la verdad y la exigencia de respeto y restitución de su dignidad logró el esclarecimiento de los hechos. Se concluyó que algunos sicarios escaparon y cuando los estudiantes de posgrado, que habían estado estudiando en la biblioteca del campus, regresaban de la calle después de abastecerse de comida, fueron asesinados por los militares. Jorge recibió seis balas y Javier, siete.
Hoy los transeúntes disfrutan de un colorido mural en memoria de los estudiantes. En un día caliente de julio, mi compañera fotoperiodista Maricela y yo lo observamos desde una de las bancas color verde. La sombra amaina un poco el calor y aprovechamos para tomarnos un descanso. De frente vemos las imágenes de los jóvenes plasmadas en pintura, las oraciones escritas en la pared son contundentes: “Sin memoria no hay justicia. Sin justicia no hay paz”. Una placa en color plata dice que el Estado se disculpa con sus familias y con el pueblo por su homicidio. Nos invaden los recuerdos de ese doloroso hecho, fueron días angustiantes.

El 5 de diciembre de 2024, el Tribunal Colegiado de Apelación del Cuarto Circuito del Poder Judicial de la Federación ratificó la sentencia de 90 años de prisión dictada a cinco militares que participaron en su asesinato, quienes además alteraron la escena del crimen colocándoles armas para hacerlos pasar como miembros de un grupo delictivo. En 2019 Olga Sánchez Cordero realizó una disculpa pública por los actos realizados por elementos del Ejército y por los errores y omisiones en la procuración de justicia.
La ciudad ya estaba en alerta por el macabro ambiente. La inseguridad era tema de conversación en oficinas, en reuniones y en cualquier hogar de Monterrey. La población no se sentía segura en ningún lado, a ninguna hora. Y las propias fuerzas del orden estaban rebasadas. En agosto de ese 2010 varias sedes policiacas municipales y estatales fueron atacadas con granadas y balazos. También hubo agresiones directas en contra de policías y elementos de tránsito.
El sábado 9 de octubre de 2010, desde un puente elevado, fue lanzado un artefacto explosivo a la actual Fuerza Civil, en la colonia Moderna, provocando heridas en un policía que se encontraba en la caseta de vigilancia. La mañana siguiente fueron baleadas las instalaciones del Centro de Coordinación Integral, Control, Comando, Comunicaciones y Cómputo (C5), al sur de Monterrey.

Desde entonces, el puente elevado frente a las oficinas de Seguridad tiene unas láminas en lugar de barrotes protectores, esto para evitar que se puedan arrojar objetos desde lo alto. Los ataques a policías, agentes de tránsito y oficinas de seguridad siguieron en ese año. De hecho, un comentario de advertencia común entre ciudadanos era alejarse de estos personajes para evitar ser víctima colateral.
Y ese año tuvo un cierre lúgubre. La mañana del 31 de diciembre la prensa narró un nuevo capítulo de horror. El cuerpo de una mujer pendía de un puente peatonal en una de las avenidas de mayor afluencia: Gonzalitos. A unos metros del Sam’s Club y del Hospital de Especialidades número 25 del IMSS.
Se trataba de Gabriela Muñiz Támez, La Pelirroja, quien desde 2009 estaba internada en el Penal de Topo Chico por secuestro y extorsión. Se dijo que el lunes anterior, cuando era trasladada a un hospital, fue secuestrada por un grupo armado que la mató por rivalidades entre grupos delictivos.
Para 2011 los regios escuchamos por primera vez de un tema que parecía irreal: la desaparición de personas. Pese a las amenazas, algunas familias se atrevieron a denunciar con el temor de correr la misma suerte. Desde entonces, ese maligno enemigo sigue acechando. En mayo la delincuencia lanzó una laceración más a la memoria. Esta vez fue un ataque al corazón de la sociedad: los jóvenes.
Los atentados contra la población civil en el Barrio Antiguo

Hoy el Barrio Antiguo dejó atrás los días oscuros. El fin de semana los cafés, restaurantes y bares están abarrotados, pero hubo un tiempo en que todo eso desapareció por la violencia. Ahí está el Café Iguana, con sus paredes agujereadas como punzada a la memoria. Estar de día frente a su fachada me lleva al pasado.
Este bar, de la calle Diego de Montemayor, fue rafagueado mientras que decenas de jóvenes escuchaban a un DJ el 22 de mayo de 2011. Era habitual que el sitio estuviera a reventar. Con frecuencia se presentaban bandas, cantantes y DJs famosos. Esa noche cuatro hombres armados descargaron sus municiones provocando la muerte de cuatro personas, dos parroquianos y dos miembros del equipo de seguridad del local, Pablo Martínez y Fermín Sánchez.
No fue un simple ataque, fue la afrenta terrorífica que marcó un antes y un después en el Barrio Antiguo. A partir de ahí se durmió la vida nocturna ahí y en casi toda la metrópoli. Los pocos bares y cantinas que habían sobrevivido al cobro de piso y extorsiones tomaron la difícil decisión de cerrar. Dos años después la actividad de esos negocios se reactivó. Hoy, en las paredes de la fachada del Café Iguana aún se observan los más de 40 impactos de bala del ataque.

Todavía no se digería el nivel de violencia, cuando la noche del 8 de julio los reporteros de la fuente de seguridad debían correr a otra cobertura tétrica. Había sido atacado el bar Sabino Gordo, en el cruce de Carlos Salazar y la turbulenta Julián Villagrán, en el centro, una vía circundada por bares, cantinas, table dance y luces neón que pendían de paredes antiguas. Su vida era de noche, descansaba en el día.
Como cada viernes, el lugar empezaba a llenarse cuando hombres armados llegaron disparando al exterior y después entraron a matar a empleados y clientes. Veinte personas quedaron sin vida. Medios revelaron la cifra de 22.
El periodista Erick Muñiz aún recuerda esa noche como un acto impactante. Se trataba del ataque a una zona muy frecuentada, incluso por reporteros de la fuente. Al llegar al Sabino Gordo pretendía hacer su trabajo y enviar la información a la agencia internacional y el diario local para los que trabajaba, para luego continuar con sus planes de fin de semana. Sin embargo, tuvo que permanecer hasta la madrugada documentando los hechos.

“Las camionetas del Semefo [Servicio Médico Forense] se llenaban. Y tuvieron que mandar otra y luego esperar otra, y total, que el levantamiento de los cadáveres y todo eso duró hasta la mañana”.
En diciembre las autoridades presentaron a diez presuntos implicados en la matanza del Sabino Gordo, de quienes se dijo que también participaron en el atentado al Café Iguana. Más bares, cantinas y sitios de table dance fueron atacados dejando heridos y muertos. Diariamente los medios contaban el horror y fueron cerrando tantos lugares que las calles lucían en tinieblas.
El Casino Royale se convirtió en un repositorio de cuerpos

Quizá el agravio más grande contra la población civil fue el acto terrorista contra el Casino Royale. Inició con fuego y terminó con gritos de dolor, muerte, rabia, impotencia. Hoy el lugar en la avenida San Jerónimo alberga una tienda de sanitarios y azulejos. Los automóviles van y vienen acelerados, mientras algunos peatones se detienen a esperar la llegada del transporte urbano y aprovechan la sombra que provee el memorial a las víctimas colocado sobre la banqueta.
Poco antes de las 4 de la tarde del jueves 25 de agosto de 2011, cuando decenas de asistentes al Casino Royale, desde jóvenes hasta adultos mayores, se encontraban frente a las máquinas tragamonedas, jugando una partida de póquer, blackjack o quizá en la ruleta o los dados con la esperanza de tener suerte y llevarse algún premio millonario, o al menos salir con los mismos 100 pesos con los que llegaron. Era una tarde cualquiera para quienes se divertían solos, con amigos o familiares. Según testimonios narrados, Los Zetas ingresaron por la puerta principal del casino.
Venían en cuatro vehículos. Llegaron gritando y rociando de gasolina el vestíbulo y las primeras máquinas, para luego prenderles fuego. Algunos clientes alcanzaron a salir antes de que las llamas envolvieran el espacio, pero la mayoría quedó atrapada. Las salidas de emergencia no estaban en funcionamiento, se encontraban bloqueadas. Con la esperanza de salvar sus vidas, clientes y empleados intentaron una escapatoria por el segundo piso, pero ahí también se toparon con la burla de la burocracia y la corrupción. No había salidas de emergencia.

Rescatistas y autoridades dijeron que 52 personas, además de dos neonatos, murieron en baños y oficinas asfixiadas por monóxido de carbono o calcinadas, en donde se escondieron del fuego o de las balas o del humo, que sí terminó por alcanzarles antes de que la ayuda llegara. Unos cuantos burlaron la muerte saliendo por la azotea a través de una puerta que sí estaba abierta y terminaron en un estacionamiento vecino, ayudados por un hombre llamado Gerardo Rocha, un ingeniero en sistemas que trabajaba en la terraza haciendo una reparación.
Una vez que los cuerpos de auxilio apagaron el fuego, no podían ingresar por el denso humo que cubría el casino, entonces abrieron boquetes en las paredes con la ayuda de retroexcavadoras. Así pudieron sacar a víctimas y cadáveres.
Esta tragedia fue la primera cobertura de la fotoperiodista Gabriela Pérez Montiel. Dice que cuando llegó al lugar ya pasaban de las cinco de la tarde y pudo ver un repositorio de cuerpos sin vida que poco a poco fueron llevando al anfiteatro. “Pusieron como una casa de campaña, o sea, como una tienda muy grande. Ahí ya estaban los cuerpos. Se veían desde lejos. Llegué a tomar fotos de eso, de gente llorando, de gente todavía muy desesperada […]. Todavía seguían los trabajos de bomberos. Me acuerdo que estaban tratando de tirar una pared”, relata.

A los pocos días se dio a conocer las detenciones de 19 presuntos implicados, quienes confesaron que el motivo del ataque fue asustar a los dueños del casino por no querer “pagar piso” pero que “se les fue de control”.
Después de eso la tristeza quedó dibujada en los regiomontanos, todos conocían a alguien o sabían del amigo de un amigo que había estado en el lugar. La recomendación general era no ir a casinos porque, en el momento menos pensado, podría ocurrir un ataque. Durante los meses siguientes las autoridades catearon y clausuraron casinos que se dijo hacían apuestas ilegales y supervisaron que otros contaran con las medidas de seguridad correspondientes.
El día que aparecieron 49 torsos sobre una carretera

La zona metropolitana de Monterrey tenía al menos dos años de vivir sobresaltos aterradores. Creía que ya lo había visto todo pero lo impensable estaba por suceder. En esos años, la carretera libre que conduce a la frontera de Reynosa, Tamaulipas, con Estados Unidos se fue tornando cada vez más peligrosa: asaltos, secuestros, desapariciones. Hoy sigue dando miedo, es solitaria y recorrerla provoca desconfianza.
Era la madrugada del 12 de mayo de 2012 cuando los teléfonos y radios de los reporteros policiacos empezaron a sonar. Sus contactos les avisaban que habían encontrado cuerpos en la carretera a Reynosa, en el municipio de Cadereyta, al oriente de Monterrey, una vía clave para el transporte de mercancías y personas hacia la Unión Americana. Eran 49 cuerpos sin cabeza ni extremidades, 43 hombres y 6 mujeres –la mayoría de los identificados a la fecha eran migrantes–, en un malévolo hecho sin precedentes en Nuevo León. Junto a ellos había una manta en la que un grupo delictivo se adjudicaba la autoría de tan cruel crimen.
La fotoperiodista Gabriela recuerda que ningún colega le comunicó del suceso y acudió a Cadereyta hasta las 9 de la mañana, cuando los investigadores ya estaban terminando de recoger las evidencias. La impresionó, dice, “creo que a todos, a toda la ciudad. ¿Cómo era posible 49 torsos de personas, sin brazos, sin piernas? O sea, eso es terrorismo”. En los últimos tres años la cifra de homicidios dolosos había aumentado a niveles nunca vistos, de 267 casos en 2009, Nuevo León contó 828 en 2010, 2 mil 003 en 2011 y mil 459 en 2012.

Los siguientes años hubo detenciones de los supuestos orquestadores del terror. Su lugar de destino sería alguno de los tres centros penitenciarios existentes en esa época (hoy se ha reconfigurado ese sistema): el Centro de Reinserción Social “Cadereyta”, Centro de Reinserción Social “Apodaca” o, el más temido, el Centro Preventivo y de Reinserción Social “Topo Chico”.
El Topo Chico, una de las prisiones más violentas, se caracterizaba porque entre sus paredes se vivía la extorsión, la tortura y la muerte. Existía el llamado autogobierno. Según publicó la Agencia de Noticias EFE, personas privadas de la libertad que pertenecientes a los Zetas y al Cártel del Golfo se disputaban el control del penal, incluso, la guerra también era entre subgrupos de Zetas.
Ya con el gobernador Jaime Rodríguez Calderón El Bronco, el Penal de Topo Chico mostró una vez más el rostro de la maldad en su máxima expresión: un motín que dejó muertas a 49 personas privadas de la libertad.

Las alarmas se encendieron la noche del 10 de febrero de 2016 cuando por rivalidades entre grupos de internos inició una riña que llevó al incendio de un almacén y posteriormente a la masacre. Con palos, piedras y golpes se atacaban unos a otros. Algunos quedaron tendidos en el piso. Las imágenes de las cámaras de vigilancia muestran momentos horrorosos.
En internet circularon imágenes aéreas, mientras que familiares de los internos esperaban noticias de la situación. Gabriela recuerda haber estado por muchas horas documentando en el exterior del centro penitenciario cómo decenas de personas gritaban desesperadas por no saber nada de sus familiares privados de la libertad y exigían respuestas a los policías que resguardaban la entrada.
“Estaba [la gente] en estado, pues alterada, y se peleaban con los policías y cada vez que abrían la reja para entrar o salir una ambulancia, hacían una trifulca”. Ese fue el último motín del Topo Chico. Cerró sus puertas en septiembre de 2019. La fotoperiodista también hizo cobertura de otros motines violentos en los penales de Apodaca y Cadereyta.
Así nació el terror a los narcobloqueos en Monterrey

Una de las principales amenazas que han mantenido en guardia a los regios son los “narcobloqueos”. Quizá el narcobloqueo que más caos y miedo provocó fue el del 9 de junio de 2010. Ese día hubo 41 en diversas avenidas de la zona metropolitana de Monterrey y otro más al día siguiente, esto como respuesta de Los Zetas a la detención por las autoridades de su líder, Héctor Raúl Luna, alias El Tori.
La dinámica maligna es igual que se hace en otros estados del país: llegan hombres jóvenes “encapuchados”, portando armas largas e incluso palos y fierros, a cruceros de las vías más transitadas. Amenazan a los conductores para despojarlos de sus autos, camionetas, camiones de pasajeros y hasta tráileres para atravesarlos a lo ancho de las calles y cerrar el paso.
Algunos autos fueron incendiados y los automovilistas golpeados. Los narcobloqueos buscan causar pánico, provocar caos o impedir que las fuerzas del orden lleguen a un hecho delictivo. El despojo de camionetas fue constante al grado que las personas dejaron de usarlas, sobre todo si eran de reciente modelo.

Y el recorrido podría seguir. La violencia criminal ha sido intermitente pero continúa en Nuevo León. Apenas el 4 de julio pasado un grupo armado mató a cuatro personas, dejó heridas a dos más e incendió un lote de autos en la colonia Paseo de San Bernabé, al poniente de Monterrey. Hoy Nuevo León tiene 6 mil 782 personas desaparecidas y 299 son extranjeros. Según el Secretariado Ejecutivo Nacional de Seguridad Pública, la cantidad de homicidios dolosos entre 2013 y 2020 se mantuvieron en menos de mil al año, sin embargo, el estado alcanzó los mil 539 en 2024, más de los registrados en 2012.
Los fantasmas permanecen por momentos escondidos, otras veces están a la vista. Salen a diario a asustar y atacar. Sin embargo, el actual gobernador Samuel García dice que en Nuevo León “se escribe el futuro de México”.
El memorial a Jorge y Javier es un lugar de reminiscencia y de lucha por la justicia. También simboliza el llamado a la sociedad regiomontana para que no olvide lo que pasó y no ignore lo que hoy sigue sucediendo. Los fantasmas del narco, los que asustan y matan, todavía andan sueltos.
GSC/ ATJ