
«De Sonora a Yucatán se usan sombreros Tardán», decía el viejo eslogan que con tal de hacer verso dejaba fuera a Baja California y Quintana Roo (aunque, justo es decirlo, de haber rezado “de Tijuana a Chetumal” seguramente nadie lo recordaría). En tiempos ya remotos, la publicidad abusó hasta la náusea del versito sangrón, mismo que hasta la fecha emplean los políticos para engendrar certezas tramposas en quienes dan por bueno todo lo que rima. Para desgracia de la inteligencia, los disparates lo parecen menos siempre que hacen versito.
“Abrazos, no balazos”, reza uno de los más populares, y hay quienes todavía hoy aseguran —vale decir, con el fracaso a cuestas— que tal es la expresión sucinta de una estrategia de seguridad nacional. ¿Qué pensar de un equipo de estrategas cuyas metas y directrices nacen de un desvarío demagógico? La frase, en realidad, sería un falso dilema si al menos los abrazos fueran una opción, pero hablamos de gente cuyo modus vivendi tiene que ver con matar, secuestrar, prostituir, chantajear y esclavizar a sus semejantes. ¿Quién tendría que abrazarlos? ¿La Guardia Nacional? ¿La Fiscalía? ¿Nuestra clase política?
El abrazo entre dos adversarios se entiende como fruto de una negociación, y hasta donde se sabe los matones solamente negocian con el cuerno de chivo por delante. Aun si se sentaran a pactar, lo harían nada menos que en sus términos, y por supuesto al margen de la ley. ¿Qué se negocia con un secuestrador, un tratante, un sicario, como no sea su entrega incondicional? ¿Qué pensaríamos de un policía que se sienta a entenderse con un asaltante, o un alto funcionario con un multiasesino? Los hemos visto en fotos y videos: parece cualquier cosa menos una estrategia.
Hacer acuerdos con los facinerosos —ya no digamos abrazarse con ellos— es la forma expedita de sumárseles, especialmente cuando quienes lo hacen detentan un poder que a partir de ese instante hará las veces de moneda de cambio. No es, desde luego, un acuerdo entre iguales, pues lo probable es que sean los maleantes —esto es, los del dinero— quienes giren las órdenes y exijan servidumbre, so pena de pasar del abrazo al balazo sin el menor asomo de contemplación.
Cualquier clase de trato entre la autoridad y los bandidos apesta a conchabanza de aquí a la Conchinchina, más aún cuando aquella se lanza a defenderlos en el nombre de una soberanía que ellos mismos nos han arrebatado. Hoy día, en este país, sólo pueden llamarse soberanos quienes se saben inmunes o impunes. El resto somos, en diversa medida, meros rehenes de un estado de cosas donde ya no se sabe dónde empieza y termina la legalidad, ni mucho menos quién trabaja para quién. ¿Cómo es que semejante vergüenza nacional puede ser esgrimida entre soflamas de fatuidad patriotera?
Si el autor de estas líneas se dedicara al crimen, aplaudiría a cada funcionario impúdico y soberbio que se pasa las leyes por la entrepierna, bajo la protección de sus iguales, y acaso los vería como colegas. ¿Qué más puede pedir el forajido, sino un ambiente de trabajo libre de cortapisas, donde los protectores oficiales de la ciudadanía son los primeros en saltarse las trancas? ¿Quién, sino los mafiosos, se pavonea de saberse más allá del alcance de la ley?
“Culo dormido es culo perdido”, se dice entre la carne de prisión, cuyos representantes conocen bien los riesgos de darle su confianza a quien no deben. Creer en la palabra de los criminales, para quienes mentir y atacar por la espalda no son sino recursos de supervivencia, es una ingenuidad de por sí sospechosa, tras la cual no es difícil que se esconda un soberano pícaro, un soberano idiota o los dos juntos. Cabe, pues, observar, para escándalo de ese viejo fascista que es el nacionalismo revolucionario, que este pobre país tiene el culo dormido, y a como van las cosas ya no tarda en perderlo.