
¿Qué? ¿Soy o me parezco? Difícilmente pasa una semana sin que brinque una alerta en la pantalla del teléfono en torno a algún paquete que jamás encargué, una cuenta bancaria que no es mía o alguna recompensa que dicen que me espera. La primera impresión es gratificante. ¿A quién no le entusiasma ser objeto de alguna generosa sorpresilla? ¿Y cómo adivinar, en medio de tan súbita exaltación, que quien acecha al otro lado de la línea no es un empleado, ni un repartidor, ni una crack de las relaciones públicas, sino cierto oficioso presidiario cuya misión consiste en atrapar incautos para robar su información privada?
Parecería un chiste, pero es lo más normal dentro de las prisiones mexicanas. No nada más son desde siempre ineptas para rehabilitar socialmente a quien sea, y no sólo funcionan —como se dice desde tiempo inmemorial— a modo de liceos para el crimen, sino que hoy día resultan ideales para ejercerlo sin riesgo y a distancia, con la coartada fácil del encierro. ¿A cuánta gente le ha tocado ya responder la llamada intempestiva de un falso secuestrador —en realidad un chantajista preso— que asegura tener en su poder a un ser querido? Cuando nos enteramos de que algún peligroso criminal fue a parar a la cárcel, podemos esperar que cualquier día de estos esa misma persona nos convierta en sus víctimas desde la comodidad de su celda.
Mal podría pensarse que un centro de negocios clandestinos —donde la delincuencia se ejerce por sistema en la más absoluta impunidad— sea útil para enderezar a los bellacos, cuando no alcanza ni a quitárnoslos de encima. Todo se sabe dentro de un reclusorio y casi nada escapa a ser prohibido. Como quien dice todo puede hacerse, a cambio de una cuota establecida pero nunca escrita. Así que nadie allí trabaja por la libre, hay un organigrama claro y severo donde presos, custodios y autoridades forman parte de un solo mecanismo, cuya función consiste en hacer toneladas de dinero, del cual los presidiarios recibirán migajas, y eso si les va bien.
¿Es acaso noticia que un reo tenga por ahí guardada una pistola, y eventualmente se armen los plomazos en plena chirona? Ocurrió hace dos días, en la cárcel de Aguaruto. Y seguirá ocurriendo, como si cualquier cosa, porque el negocio está en que aun lo más prohibido tenga un precio. El dinero que sale de las cárceles —a saber qué elevados peldaños alcanza en la gran estructura del poder— no está sujeto a vigilancia alguna, son los billetes más libres del mundo. Son, también, la marmaja más sucia concebible, ya que en su producción participan —hombro con hombro, digamos— funcionarios, autoridades y reclusos. ¿Quién, que no sea un maleante de altos vuelos o un político rico en fueros y secuaces, puede con semejante armada criminal?
En su abracadabrante novela El apando, José Revueltas pinta un Palacio Negro de Lecumberri que es copia fiel de la sociedad que lo hizo posible. Imaginemos cómo habría sido aquello entre cientos de celulares clandestinos, bajo la conducción del crimen mejor organizado y más empoderado de la Historia. En uno y otro caso, sin embargo, el esquema es el mismo: la podredumbre máxima está justo en el sitio donde teóricamente se hace la limpieza, y las autoridades cuentan con ello. Esto es, son parte de ello. Si cualquier día, para su desgracia, la señal del teléfono fuera bloqueada dentro de los reclusorios, las pérdidas ocultas serían millonarias. Y eso no va a pasar, cuando menos mientras los dividendos de los involucrados —pandilla de pandillas con ínfulas de empresa— dependan de seguir acalambrándonos.
En ninguna otra parte policías y bandidos son tan perfectamente confundibles como en un reclusorio del siglo XXI. No es que allí dentro se permita el crimen, sino que el crimen es lo único permitido por las autoridades que dicen trabajar para erradicarlo. Con semejantes héroes, ¿ya quién demonios necesita villanos?