Hace tres días ya que Acapulco es no sólo un pueblo sin ley, sino también un pueblo fantasma...
Hasta hace pocos días, Acapulco ya era poco menos que un pueblo sin ley. La clase de lugar donde la policía y el gobierno conviven sin problema con los criminales, tanto así que no pocos trabajan para ellos, y ya sólo por eso son aún más temibles. Ahí donde los maleantes cobran su propio impuesto, aplican los castigos más infames y se pasean impunes frente (cuando no junto) a quienes tendrían que perseguirlos. Un carnaval de ineptos, cobardes y corruptos que se solapan ilimitadamente, sin por ello evitar a propios y extraños el grotesco espectáculo de su incompetencia.
Hace tres días ya que Acapulco es no sólo un pueblo sin ley, sino también un pueblo fantasma. Es decir, un lugar económicamente inviable, donde los habitantes han de hacer malabares y milagros para aspirar a la sobrevivencia. Un puerto destrozado y desahuciado, cuyas capacidades productivas se han esfumado literalmente de la noche a la mañana. Una ciudad perdida de calles desiertas, en la cual muchos miles de ciudadanos despertaron convertidos en parias, y encima abandonados a su suerte por un gobierno omiso y petulante que no ve más allá de las elecciones ni cree en otras virtudes que las aparentes.

Si abriera yo los ojos en estas circunstancias –sin trabajo, sin ropa, sin casa, sin comida, y para colmo sin policía–, en un lugar de por sí corrompido y en alguna medida tomado por el hampa, no estoy seguro de que haría lo correcto. Más probable sería que figurase en uno de los tantos videos donde aparecen hordas de miserables saqueando tiendas chicas y grandes. Robaría, por supuesto, cuantos víveres pudiera embolsarme, pero tampoco me caería mal una televisión o un refrigerador de los más caros, mismos que en poco tiempo malbarataría para sortear el hambre de los meses que vienen. ¿Qué más da, me diría, si no hay ni policía y de cualquier manera este es el fin del mundo?
Más que el atrevimiento de los saqueadores –gente que tiene poco o nada que perder– impacta comprobar su desparpajo. Nadie hay que los detenga, los persiga o cuando menos los aperciba de la clase de pata que están metiendo. Pues si ya el huracán acabó con el puerto, habrá que ver quién vuelve a poner su dinero en montar un negocio allí donde no existen garantías legales, ni algo así como estado de derecho, ni amparo contra abusos y atropellos.
Una de las imágenes del épico saqueo acapulqueño muestra a un sonriente miembro de la Guardia Nacional que atestigua con los brazos cruzados la depredación multitudinaria. A demasiadas de ocurrida tan inmensa desgracia, da la impresión de que los responsables de enfrentarla se han cruzado brazos ante la situación. No les parece grave, cuantimenos urgente, que una ciudad de un millón de habitantes esté a merced de hordas de raterillos, no todos de ocasión, mientras se multiplican las carencias, florece la insalubridad, hay legiones durmiendo a la intemperie y a saber cuantos muertos por confirmar. Debe de ser incómodo tener que distraerse con el dolor ajeno mientras se hace aritmética electoral.
No quisiera pecar de pesimismo justo cuando más falta nos hace lo contrario, pero espanta pensar en un futuro próximo donde la reconstrucción del hoy puerto fantasma quedaría en las peores manos imaginables. Esto es, en las de quienes más ayudaron provocar su ruina, entre la incompetencia, la corrupción y el terror. ¿Qué más pueden querer los criminales y sus socios burócratas, sino un pueblo sin más ley que la suya, construido a la medida de sus necesidades? ¿Cuánto dinero no podrán lavar, en semejante arcadia del delito? ¿Qué tantas elecciones ganarán, con las balas sumadas a los votos? ¿Hay que esforzarse mucho para imaginarlo?
Ciertamente hay rapiña no sólo en Acapulco, sino en todo el estado de Guerrero. Y no de ahora, ni de tres días atrás. Hace tiempo que mandan allí los zopilotes y el resultado lo tenemos enfrente.