
Estamos a las puertas del mes patrio y el tema, una vez más, es la soberanía. Palabra retumbante donde las haya, suele hacer compañía a discursos airados y arengas incendiarias, y es también un recurso marrullero para mezclar y confundir los supuestos ideales de la patria con la estricta conveniencia política de quienes los invocan. Desde pequeños se nos incita repetidamente a defender la tal soberanía, aún si no entendemos de qué va, y tampoco nos queda del todo claro de qué manera habríamos de defenderla, llegado el momento, como no fuera saltando al vacío envueltos en la enseña nacional: un gesto nihilista que desde pequeñitos nos ponen por ejemplo y en términos concretos no sirve para nada.
“Me importa un libre y soberano comino”, decían medio en broma los adultos, para hacer aún más grande nuestra confusión. Hablaban con frecuencia pestes de un gobierno que se las daba de soberano y al que nadie podía interpelar, dado que se vivía bajo el tutelaje de una clase política habituada a ejercer la patria potestad de los ciudadanos. Es decir que la nuestra era ni más ni menos que una soberanía de pacotilla, construida a la medida de los mítines donde esa y otras palabras huecas y engoladas cumplían una estricta función ornamental, cuyo significado equivalía a cero.
Los regímenes autoritarios entienden la soberanía como el derecho único y omnímodo a lavar en casa los trapos sucios. Es decir, a no lavarlos, o a enlodarlos aún más, literalmente por sus pistolas, sin que sea posible reclamarles ni mucho menos hacer algo al respecto. No hay dictador que no levante la voz en el nombre de la soberanía, cual si el interés de todos los ciudadanos fuese uno y el mismo que el suyo. Quien opine distinto, en todo caso, se hará acreedor a una avalancha de invectivas y amenazas, así como al sambenito de traidor a la patria, pues quieren los que mandan que régimen y patria sean inseparables: tocar a uno es mancillar a la otra.
Hoy la soberanía nacional se nos ha complicado gravemente, y para colmo se ha relativizado. En los últimos años no ha habido compatriotas más soberanos que los criminales. Controlan buena parte del comercio, las carreteras, el combustible, la administración pública y una inmensa porción del territorio que alguna vez fue nuestro. No podemos siquiera imaginar la cantidad de altos funcionarios que han sido cooptados por el crimen organizado, cuando no simplemente lo encabezan. Hablar, en estos términos, de soberanía, es caer en el humor involuntario. Ahí donde asesinos, traficantes, tratantes, piratas, ladrones y secuestradores se encargan asimismo de cobrar impuestos (y aplicar un castigo atroz a los remisos), mal puede haber otra soberanía que la del crimen mismo.
Hace ya mucho tiempo que el “extraño enemigo” al que fustiga el himno nacional profana día a día nuestro suelo, pero hay quien les defiende con el pretexto avieso de que son compatriotas. ¿Es decir que de todos modos resultan preferibles al resto de los seres humanos, como quiere el fascismo patriotero? Pues no, señoras y señores. Tal como hay extranjeros perniciosos, menudean los mexicanos de mierda. No faltan, sin embargo, quienes les dan cobijo y protección facciosa en el sagrado nombre de la soberanía. ¿Y no ocurre lo mismo con aquellos regímenes criminales a los cuales el nuestro solapa y apapacha a partir de sus mismas taras ideológicas?
En un país tomado por el hampa, cuyas autoridades son en buena medida sospechosas de colaborar con ella, mientras los gerifaltes prefieren tolerar la podredumbre a volverse contra uno de los suyos, aquello que llamamos soberanía sólo puede existir entre comillas. No nos mandamos solos, ni tenemos ya instituciones ciudadanas, ni nos queda una auténtica división de poderes, ni podemos siquiera salir a carretera sin jugarnos la vida en el intento. “¡Viva México!”, grita uno en septiembre, aunque ya a estas alturas toca darse de santos si sobrevive.