
A menudo nos hacen exasperar. No tienen pruebas, dicen, pero tampoco dudas. Están ciertos de todo cuanto creen, tanto así que cimentan su autoestima en esa fe que quieren irrompible y que en buena medida elimina el azar de su horizonte. Saben, naturalmente, todo cuanto hace falta para entender el momento presente, explicarse el pasado y descifrar los signos del porvenir. Están llenos de fórmulas y axiomas que interpretan y aplican según les sean útiles para reconfirmar lo que antes ya pensaban y seguirán teniendo por infalible. Se diría que, antes que el bien o el mal, les empuja el horror a la incertidumbre.
En términos estrictamente productivos, ayudan más las dudas que las seguridades. Todo progreso humano parte de una duda y supone algún riesgo, aun si no son pocos quienes se han propuesto eliminar los unos y las otras en el nombre de una felicidad que algunos encontramos de pura pacotilla. No descarto que Linus Van Pelt, el amigo aniñado de Charlie Brown, se sienta muy feliz prendido del trapito que lleva a todas partes, pero basta con ver la desazón (vale decir pánico galopante) que se apodera de él cuando falta el bendito trozo de tela para concluir que el niño es un adicto, y como tal requiere ayuda psiquiátrica.
Droga potente al fin, la certeza te calma pero no te cura. Es necesario seguir aplicándola, en dosis progresivamente mayores y de alguna manera equivalentes a la marcha impasible de la realidad. Tal como los cruzados iban con la frente alta hacia la muerte por un ideal más grande que su entendimiento, quien está cierto de tener respuestas precisas y absolutas para toda pregunta concebible vive perpetuamente guarecido de la lluvia de dudas que es la vida. Supongo que es normal que por ningún motivo quiera salpicarse, una vez habituado al bienestar de vivir a resguardo de las vacilaciones.
En La inmortalidad, Milan Kundera cuenta la historia de Agnes, una mujer que piensa en comprar una flor de nomeolvides para traerla delante de sus ojos, como lo último que quiere conservar de un mundo al que ha dejado de querer. Otros, en vez de flor, se arman de una certeza inexpugnable –en realidad, todo un sistema de ellas– que defienden como a una madre calumniada, puesto que a falta de ella se verían solos y desnudos bajo una tempestad de incertidumbre.
La certeza absoluta es como un sucedáneo de sabiduría. Sus creyentes nos tachan de ignorantes con la facilidad que tiene el heroinómano para reírse de la vida en familia, toda vez que sospecha que ni una gran terapia desintoxicadora colmará los vacíos que habrá dejado el vicio. Habituarse a creer y no dudar crea una dependencia que se asoma a los ojos del fanático cuando se tambalean sus creencias o alguien no las termina de compartir. Igual que el toxicómano siente la compulsión de aplicarse una dosis preventiva antes de aventurarse a salir a la calle, quien se guarece bajo grandes certezas no va a ninguna parte sin ellas por delante (so pena de que venga a suplantarlas el espectro travieso de la incertidumbre).
En términos de estricta salud mental, engancharse completamente a una certeza es un síntoma de decrepitud, puesto que implica la renuncia tácita a ejercer plenamente el raciocinio y plegarse a lo que otros han pensado por uno. Pero esas son razones irrelevantes para quien viene huyendo de la incertidumbre y precisa una dosis de certezas piadosas para no derrumbarse en el camino. Como niños y viejos, siente un pavor sin nombre ante la perspectiva de verse desarmado frente a sus fantasmas.
Las certezas de hierro no son precisamente fruto de la experiencia, sino a menudo de la falta de ella: se da por hecho cuanto se desea. Vivimos en un mundo básicamente incierto, cuyo fin bien podría ocurrir ahora mismo. Ante una perspectiva en tal modo sombría, se entiende que haya gente decidida a vivir como Linus Van Pelt. Ni muertos soltarán el canijo trapito.