Cultura

¿De qué sirve la aritmética?

Saber sumar, restar, multiplicar y dividir es supervivencia. Aldo Cháirez
Saber sumar, restar, multiplicar y dividir es supervivencia. Aldo Cháirez

Cada segundo que pasa, se venden seis nuevos iPhones en el planeta. En ese mismo tiempo, amazon.com despacha al mundo 19 órdenes: poco menos de 50 millones de ventas por mes. Algo tiene la pasión por los números que nos da el privilegio de creer que controlamos lo ingobernable, al modo de una píldora antidepresiva que te quita de encima toneladas de miedo y ansiedad. Nunca el mundo es más ancho y opresivo que cuando no tiene uno cómo medirlo.

Tal como lo decía la publicidad, mi primer reloj fue un Steelco. Tendría ocho, nueve años cuando mis padres me lo regalaron. Era cuadrado, con la correa de cuero e incluía en la parte baja de la carátula una diminuta manecilla segundera, que desde entonces fue la cómplice más fiel de mi impaciencia. Hora tras hora la miraba avanzar, al tiempo que apuntaba en un papel las decenas o cientos de minutos que todavía faltaban para la dichosa hora de salida. A las dos de la tarde, la mentada chicharra confirmaba el trabajo de mi Steelco y me recompensaba con la libertad. Luego llegó la regla de tres, que ya me permitía el lujo de obtener, de rato en rato, el porcentaje aún por transcurrir de la condena nuestra de cada día. De entonces para acá, no conozco mejor tranquilizante que el consuelo tenaz de la aritmética.

Me gustaría decir que los números se me facilitan, pero la verdad es que recibí, entre los doce y los dieciséis años, siete cursos especiales de matemáticas. Mi madre las tenía por cosa inteligente y aborrecía la idea de ver a su único hijo contando con los dedos. Gracias a ello, de la raíz cuadrada hasta las ecuaciones de segundo grado, gocé de un privilegio que hasta hoy me permite entretenerme haciendo toda clase de cálculos mentales, ociosos a menudo y entretenidos siempre. Un verdadero antídoto contra el aburrimiento, amén de una manera indiscutible de calibrar el mundo y ver la realidad en su exacta crudeza.

No suelo preguntarme qué habría hecho sin los números, pero sé la respuesta: un inmenso ridículo ante mí mismo, como el que experimenta quien no sabe leer y ha de arreglárselas en una gran ciudad. No faltan, por supuesto, cavernarios metidos a educadores para quienes el cálculo aritmético es un cilicio cruel del que urge liberar a nuestros niños. Con esa misma lógica silvestre, podríamos concluir que toda forma de educación académica condiciona las mentes juveniles y las fuerza a volverse productivas para ser explotadas sin escrúpulos. O que los tratamientos contra el cáncer son el peor enemigo del paciente. Por idiota que sea lo que digas, nunca falta el gaznápiro que aplauda.

Saber sumar, restar, multiplicar y dividir no es vanidad, sino supervivencia. Ocurre, sin embargo, que la seguridad que uno tiene en sí mismo puede verse ensanchada y confirmada cada vez que le cuadran unos números. Lo contrario es mirarse desprotegido, frágil y extraviado ante un mundo perfectamente inaprehensible. La misma sensación que te acosaba cuando te distraías unos cuantos minutos y el pizarrón de pronto estaba en chino. O la que fatalmente habrá de perseguir y avasallar a los niños que hoy día son condenados a la ignorancia de lo elemental y la carencia de lo indispensable: dos formas paralelas de perdición lindante en discapacidad.

Aprender a nadar, escribir o andar en bicicleta supone, en su momento, numerosos reveses y espinas en el ego, pero al paso del tiempo esas habilidades serán la salvación de tu autoestima. Y lo mismo sucede con los números: vienen a rescatarnos de la incompetencia. Eso lo saben bien aquellos padres que pueden darse el lujo de inscribir a sus hijos en una buena escuela donde las matemáticas los habiliten para enfrentar al mundo (y de paso donde estas obviedades no tengan que explicarse, para escándalo del sentido común). Al resto, ya sabemos, le queda solamente rascarse con sus uñas, aunque tampoco sepan cuántas son.


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Xavier Velasco
  • Xavier Velasco
  • Narrador, cronista, ensayista y guionista. Realizó estudios de Literatura y de Ciencias Políticas, en la Universidad Iberoamericana. Premio Alfaguara de Novela 2003 por Diablo guardián. / Escribe todos los sábados su columna Pronóstico del Clímax.
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