
El de la foto es un hombre en apuros. Tiene el ceño fruncido, los ojos inyectados, el insomnio tatuado en las ojeras, plastas irregulares de fake tan, la cabeza inclinada hacia adelante y una mirada fija azul profundo que busca transmitir la furia de un dios cruel y vengativo. Más que un “no siento miedo”, sugiere que nosotros, o sea el planeta entero, tendríamos que berrear de pavor al unísono. “Esta vez te topaste conmigo y vas a lamentarlo hasta la última hora de tu puerca vida”, parecería decir, al tiempo que atraviesa por uno de los tragos más amargos que cualquier ser humano puede paladear: el mugshot.
Uno puede creer que logrará sacudirse el arresto antes de que la cosa pase a mayores, hasta que llega la hora de la foto. Un momento traumático para los debutantes, en especial aquellos que tenían algún prestigio que cuidar. Si en otras ocasiones se espera que la gente sonría ante la cámara, o al menos plante un gesto de dignidad, en la toma de fotos para los expedientes criminales no existe un patrón claro de conducta. Hay quienes ponen carita de víctima, de inocente o de niño. Otra gente se ríe, o se aflige, o solloza, o bien mira a la cámara con la entereza propia de quien nada teme, y en ciertos casos planta, como John Gotti o Lucky Luciano, una jeta serena, dura y despreciativa cuyos destinatarios sabrán interpretar como amenaza. Lo cierto, en todo caso, es que muy pocos logran conservar el control de sus emociones en el mero momento de ingresar al salón de la fama judicial. Con 91 cargos criminales en diversos juzgados y varias toneladas de pruebas en su contra, Trump quiere que sepamos que él es de los que saben verse bien hasta en la hora más sórdida de su existencia.
Lo más común de esta clase de fotos es que sean tomadas un buen rato después del arresto, de modo que el modelo luce el aspecto grasoso y demacrado de quienes pasan por un gran sobresalto, y nada evitará que aparezca con cara de patibulario. O sea con la pinta que se espera de cualquier presidiario. Es, pues, un privilegio contar con tantos días como ha tenido el ex presidente Trump para ensayar la mueca que ahora lo inmortaliza frente al mundo, con la marca del sheriff del condado de Fulton impresa a unos centímetros de su exigua y dorada cabellera. ¿Y que sería de esos ojos furibundos sin el bonito saco que a modo de armadura los inunda de un azul aún más hondo y desafiante?
El de Trump no es el gesto de un hombre compungido, sino el de un forajido acobardado y según él resuelto a cualquier cosa. El rictus de quien tiene en la mano un revólver y exige que te rindas a sus órdenes, so pena de volarte la sesera. Se asoma, sin embargo, una sombra de duda entre sus labios. Cual si alguien dentro de él se viera precisado a decidir entre hacer un berrinche o un puchero. Podrá estar, pues, temblando de la rabia o anticipando alguna revancha despiadada, que de todas maneras el tenaz bravucón no consigue eludir el influjo sombrío del momento del clic.
“No estoy solo”, nos dice, a modo de ultimátum, si bien desde la ira de los suyos el mensaje se lee como una exhortación al aborrecimiento. “¡Odia conmigo!”, pide, apura, conmina el pistolero Donald Trump a la legión de autómatas rabiosos para quienes la foto del condado de Fulton es una afrenta con madera de estandarte. La expresión, sin embargo, está lejos de ser original, o siquiera genuina. Es la misma mirada fanfarrona del borracho agresivo que se ve acorralado y jura que la cosa no va a quedarse así, y que tiene palancas que ni te imaginas, y que mañana mismo va a lanzarte a la calle y a meterte en la cárcel y bla-bla-bla-bla-bla. Son los ojos del miedo, y nada más. Al fotógrafo no puede engañarlo.