Dentro de unas pocas semanas, el libro Yoga y coca de Alejandra Maldonado saldrá al mercado del panorama narrativo nacional bajo el cobijo de Dharma Books. Y no puedo contener la emoción. La literatura de Alejandra Maldonado podría describirse como una manifiesta compulsión por la honestidad resuelta en autoficción.
La portada es brutal. Me recuerda a la hermosa contradicción de las flores que cubren el disco Power, corruption and lies, de New Order. Fragilidad, determinación punk y buen gusto. Como las letras de Maldonado. Con quien he arrancado un podcast. Abrazar la incertidumbre. Grabamos conversaciones cuando la cerveza se apodera de nuestros entusiasmos y posturas que suelen guiarse por la rebeldía frente a la complacencia inmediata. Nos la pasamos bien.
Y esa impaciencia por alterar los lugares comunes es lo que hay en Yoga y coca, un documento de literatura necesario cuando las narrativas de hoy parecen codependientes de la urgencia por prestarse al juego de la coyuntura ideológica. Porque aclaremos algo: si la autoficción suele ser un género de tentación peligrosa, cuando se toma la exhibicionista decisión de volcar ciertas experiencias personales sobre las hojas en blanco, pero sin el rigor periodístico de la crónica, incluyendo el malentendido y prostituido subgénero del gonzo, resulta fácil engolosinarse con la chantajista deformación de nuestra propia memoria, pues de alguna manera subliminal, se pretende manipular al lector. Sesgarlo emocionalmente para conseguir la satisfacción de una impresión, que casi siempre parece caer en las variaciones de la compasión. La edición de los recuerdos expuestos en la ficción personalizada es como el diván de una terapia en modo voyeur, que busca de forma ambivalente, un nervioso punto medio entre el remedio, el consuelo, el reconocimiento y en casos de narcisismo patológico: el aplauso.
Pero Maldonado destruye esos predecibles lugares comunes del género desde puntos de vista incómodos, como lo es la frontal autodestrucción hedonista y un sexual cinismo desafiante, derivado hasta cierto punto de la educación punk y la democracia excesiva de la cultura rave. También desmantela las típicas estructuras de la primera persona femenina que podrían antojarse predecibles, cuando en sus historias se atraviesan paisajes de adolescencia desenfrenada, urbanidad, drogas y sexo aventurero, para luego dar paso al capitalista rigor de la edad adulta, atado inevitablemente a la sobrevivencia de las facturas. Es ahí cuando Maldonado vuelve a dar muestra de su rebeldía dinamitando las expectativas de las mujeres de su edad mediante su pluma con la que se disecciona a sí misma con exquisita precisión. Narra historias urbanas con un perfecto arco narrativo, al mismo tiempo que cuestiona le tensión entre feminidad y feminismo desde sus vivencias incorruptibles, aproximándola a los universos íntimos y urbanos que nutrieron la obra de mujeres como Kathy Acker o recientemente Virgine Despentes, con quien Maldonado comparte la tentación por reencontrarse en vivencias perfectamente escritas.
Tampoco se mantiene en la ligereza confesional con la que se escribe un diario íntimo, aventuras que solo se estancan en el registro de sucesos que se suponen importantes, lo cual también podría sospecharse viniendo de la autoficción femenina. En realidad, la pluma de Maldonado se desliza con un estricto control de castellano, dotando a sus historias de un reflejo de pulcritud, volviéndolas legiblemente sólidas.