
David Lynch murió sin revelar su incógnita más morbosa: ¿qué es lo que inhala Frank Both interpretado por un sensual Dennis Hopper mediante la mascarilla mientras se llena la boca con un lazo de terciopelo azul? Mi escena favorita de “Blue Velvet” de 1986; aunque el primer acercamiento con ella ocurrió a mediado de los noventa, en formato VHS y semanas después de descubrir los poppers. Tenía el olor a esmalte de uñas y solvente pornográfico tan grabado en mi cabeza que cuando vi al personaje de Frank Both atragantarse con ese trapo refinado, mi única conclusión posible es que aquello que salía de la mascarilla debía ser alguna clase de nitrato. Solo eso podría explicar la expresión de pervertido éxtasis volatil que pone el gángster interpretado por Cooper.
“Blue Velvet” es quizás mi título favorito en la filmografía de Lynch, aunque “Wild at heart” (1990) ocupa un lugar en mi alma de las peores pesadillas. No solo porque fue mi introducción al universo de Lynch. También puso el perturbador copete de Chris Isaak en mi vida.
Ni falta que hace ser un fanático inmamable de esos que buscan pistas de “Twink Peaks” hasta en las encías o por debajo de las uñas. Si eres de los que se derriten con “Wicked game” de Chris Isaak ya caíste en las redes de David Lynch. La canción sonó por primera vez en aquella secuencia de “Wild at heart” en la que Lula Pace Fortune y Sailor Riple (Laura Dern y Nicolas Cage respectivamente) sostienen una conversación de sadomasoquismo mental en los asientos delanteros de un Ford Thunderbird 1965 lo suficientemente convertible como para darle rienda suelta a su romántico exhibicionismo. En efecto, la escena representaba con lujo de tenso detalle la letra de resistencia a la sumisión del deseo de “Wicked game”. El sencillo cautivó los tímpanos de la audiencia, rompió la cuarta pared y cobró vida propia gracias a Lee Chesnut, conductor de un programa de radio en Atlanta. Lunático fan de David Lynch, empezó a programar el tema con obsesión surrealista. El video ex profeso para rotarse en MTV aunque dirigido por Herb Ritts, extiende de alguna manera la sensación de sueños húmedos y claustrofobia incoherente que abunda en la novela de Barry Guifford que sería la base de “Wild at heart” y otros proyectos. Como Nicolas Cage, Isaak ofrecía primeros planos de una gallardía inusual. Más bien larguirucho, plano y sin musculatura definida, Ritts explotaba sus atormentados labios leporinos y su mirada como de cordero a punto de ser devorado por un tigre escondido en guante de seda como decía Nietzsche. En este caso el tigre era la modelo de boca suculenta Helena Christensen. No voy a negarlo. Me masturbé varias veces viendo a Chris Isaak con su camiseta de tirantes por los que se asomaba un sedoso matorral de pelos. Me ponía como Frank Both, revolcándome como un gusano sobre un cofre hirviendo, inhalando poppers, haciendo muecas, con un pedazo de tela de poliéster y algodón en mi boca.
Así que los vínculos con la filmografía de Lynch dependieron del soundtrack que sellaban la aparente incomprensión de sus escenas. No hay que ser un genio con suéter de cuello de tortuga y lentes de pasta para darse cuenta que básicamente la genialidad de Lynch radicó en su talento para reproducir la secuencia de sueños y pesadillas en fotogramas. Sus ojos eran lentes de una cámara que capturaban con claustrofóbica nitidez la yuxtaposición de colores e imágenes y diálogos sin lógica lineal con la que se desarrollan los sueños. Como cuando se cierran los ojos y Morfeo empieza a hacer de las suyas poniéndose en una calle soleada con la noche a la vuelta de la esquina y a kilómetros y segundos de distancia del punto de partida. Eso era Lynch. Inconfundibles escenarios de minimalismo sin cordura iluminados indirectamente donde lo único lúcido provenía de la selección musical.
La música pop como fachada de un submundo, tanto externo como privado, retorcido, en el que miedo y el deseo coquetean sin miedo a la muerte. El sublime ejemplo de esto es precisamente el momento en el que “Dreams” de Roy Orbison se apodera de la habitación en uno de los momentos más angustiosamente hermosos de“Blue Velvet”.

Por supuesto la mitad del soundtrack de las pesadillas lynchianas las compuso Angelo Badalamenti con esos inesperados cambios de temperamento. Pero la selección de canciones reencarnan con sus películas. Recuerdo en especial “Eye” de los Smashing Pumpkings, acompañando la entrada triunfal de la femme fatale en el taller mecánico de “Lost highway” y más tarde en la misma película, “Song of the siren”, con el proyecto “This mortal coil” en una plano secuencia erótica iluminada por los faros de un convertible.
Un día después de su muerte muchos lamentaron su partida con la intesidad que exige la permanencia del hashtag. Si bien hubo un tiempo en que decir que ibas rumbo al cine a ver la última de David Lynch te daba cierto estatus subversivo, lo cierto es que la hiperrealidad proveniente del exceso de información, redes sociales y selfies alteradas por filtros arrojaron a Lynch al límite de la incomprensión generacional. La ansiada tercera temporada de “Twin Peaks” solo causó revuelo en los devotos. Las críticas lo tacharon de pretencioso por lo insoportablemente críptico de sus diálogos e imágenes, aunque no distara mucho de sus primeros trabajos como “Elephant man” de 1980 y la pieza de culto para nerds desencantados “Eraserhead” del 77. Decir que Lynch apestaba por mamón fue hasta hace no mucho carta de recomendación para las huestes millennials hambrientas de celebridad.
Con todo y su maleada inclinación de poner a figuras pop en situaciones de debraye onírico controlado. No solo Chris Isaak como detective en “Fire walk with me”: David Bowie, Billy Ray Cyrus, Henry Rollins, Marylin Manson fueron estrellas que aparecieron en sus guiones como guiños a la autodestrucción que provoca someterse a la fama. Después de los sueños o mejor dicho, de la cartografía de las pesadillas, su otra obsesión era la pérdida de la inocencia en la fábrica de estrellas al interior de Hollywood.
La muerte de David Lynch me produjo la misma extrañeza y melancolía que su película “The straight story” de 1999. Había desaparecido de los reflectores, las entrevistas excéntricas, de la posmodernidad. En una de esas entrevistas dijo que su cine no era tan irracional como muchos pensaban. Simplemente se atrevía a darle la mano al lado oscuro que todos llevamos dentro. Como ese pozo oscuro sin fondo de la oreja mutilada arrumbada en la superficie de un verdoso césped en el que se hunde la cámara al principio de “Blue Velvet”. Hay quienes se hacen pendejos y prefieren quedarse en la hipócrita comodidad del lado luminoso y está bien.
Saberlo vivo nos hacía ilusionarnos con una juventud empolvada desde hace rato.
Poco antes de terminar esta columna di con una entrevista de Dennis Hopper con David Letterman meses después del estreno de “Blue Velvet”. Debió ser 1987 o algo así. Hopper confiesa que el guión original de Lynch especificaba que de la mascarilla debía salir helio. Tras varios ensayos, Hopper le dijo a Lynch que era imposible concretar la escena pues la voz se adelgazaba y aquello terminaba siendo una comedia involuntaria. ¿Y qué sugieres? Le preguntó Lynch. Hopper responde: que le pongan nitrato de amilo. ¿Qué es eso? Volvió a preguntar Lynch. Tú confía en mí, le respondió Hopper.
Nada más surrealista que Lynch sin idea de lo que eran los poppers.