Sociedad

Veinte años de "El club de la pelea"

Lo que me hipnotizó de la película de David Fincher fue la incuestionable tensión homoerótica entre Edward Norton y Brad Pitt, departiendo con el torso desnudo sobre la artificial gratificación del éxito, conforme la capacidad de consumismo extremo, las barbas de tres días, las uñas sucias y el cabello constantemente despeinado, con ese desorden capilar justo después de tener sexo. La misma húmeda y velada lujuria entre hombres se respiraba en las escenas de peleas clandestinas, mugrientos sótanos sin mujeres cuya decoración evocaba los ambientes postindustriales de los clubes gays solo para hombres atrapados en el fetiche del macho obrero –de las fantasías más arraigadas en la iconografía gay, y que bosqueja una posible relación entre homosexualidad y proletariado: el sexo antireproductivo como rebeldía frente al bienestar clasemediero de la familia tradicional que más o menos puede rastrearse bajo la autocensura gay tanto de David Fincher como el autor de la novela en que se basó, Chuck Palahniuk, a pesar de que este último escribiera la repulsiva frase: “Somos una generación de hombres criados por mujeres, me pregunto si lo que necesitamos realmente es otra mujer”. Lo único que faltaba es que después de los puñetazos y la sangre fresca brillando como maquillaje sobre las narices desviadas y las encías sin dientes, los miembros de El club de la pelea empezaran a practicarse sexo oral entre ellos para rubricar mi fantasía y teorías cegadas por la testosterona.

A finales de los noventa y principios del nuevo Notivox no existía Amazon y mucho menos los pedidos por internet, así que apenas tradujeron el libro de El club de la pelea al castellano corrí a comprarlo con las propinas que ganaba de mesero. Quedé tóxicamente marcado, igual que con Trainspotting de Irvine Welsh.

La novela fue publicada por primera vez en 1996, pero el aniversario de los 20 años corresponde a la película de David Fincher que confrontaba a la generación X con los sueños de realización personal, esclavizados a la rutina de jornadas laborales, manoseados por los slogans de publicidad y catálogos impresos en papel cuché como terapia de relajación: “Trabajamos en cosas que odiamos, para comprar cosas que no necesitamos”, dice el personaje meta imaginario de Tyler Durden tanto en la película como en el libro.

El onomástico cae en un momento de errática coyuntura, cuando la masculinidad y su mostrenca toxicidad es constantemente denunciada de atropello y fragilidad bruta. Lo cual, debo admitirlo, es irresistiblemente cierto. El club de la pelea desciende en esas quebradizas inseguridades de los hombres, satiriza el instinto de la competencia viril para luego renegar, a punta de chingadazos y puntapiés, los roles que se imponen en sociedades adictas a las apariencias de instituciones sociales regidas bajo contratos, como el matrimonial o el laboral. El hombre como proveedor es un designio peligrosamente heterosexual. Burlas que hoy son susceptibles de ser ofensivas, aunque partan del autoescarnio vandalizado por las propias derrotas.

Las metáforas de terrorismo suponen un desesperado lamento de rebeldía frente a lo que la obsesión por el éxito espera de los hombres. Resistencia que se sostiene en una chocante misoginia, tal y como sucede en los espacios de sexo entre hombres a los que las mujeres tienen prohibida la entrada, pero que fuera de ese sectarismo, no hace daño a nadie, excepto a nosotros mismos.

He vuelto a leer y ver El club de la pelea en un par de noches, dándome cuenta que en su incorrección política aparentemente arcaica, hedionda como un cadáver echándose a perder, el destripamiento de la masculinidad sigue intacto. La guerrilla literaria de Palahniuk que no busca agradar a nadie (al menos en esa novela, porque luego cayó en fórmulas de bravatas fingidas) es lo que mantiene vigente sus desplantes sobre la masculinidad. Basta ver como si antes se medían que tanto peso podían cargar en la máquina de pectorales en el baño, hoy muchos compiten en la categoría de ex machos, midiéndose qué tan deconstruidos pueden ser, quién se atreve a ponerse la falda más esponjosa o se pinta la barba de los colores más apastelados, como si al final, la testosterona tuviera que medirse como sobrevivencia existencial.

Inclusos buena parte de los mismos discursos de deconstrucción masculina provienen de estrategias de marketing e imposiciones televisivas, cuando Tyler Durden asegura que: “Somos los hijos medianos de la historia, educados por la televisión para creer que un día seremos millonarios y estrellas de cine y rock, pero no es así”. Pienso en todos esos hombres cis que se han comprado ciegamente los discursos de reality shows como RuPaul’s Drag Race y consumen lentejuelas y tacones, y carísimas marcas de maquillaje para creer que un día serán santos incapaces de ejercer cualquier clase de privilegio y abuso. Sin mencionar esa tendencia a convencerse de un hombre cis afeminado como una falsa licencia para desdoblar una misoginia escondida bajo sarcasmos, no muy distintos a los descritos por Palahniuk. 


Twitter: @distorsiongay

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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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