Oficialmente, Norteamérica celebra el Halloween el 31 de octubre.
Con todo y que la estética del Día de Muertos empieza a imponerse en los escaparates de San Francisco, papel picado, calaveritas y veladoras en las entradas de sofisticadas tiendas de artículos para la cocina, tiendas de zapatos y bares de cocteles clásicos, la celebración de la Noche de Brujas en los Estados Unidos es cosa seria. En los pasillos de los supermercados, entre desconocidos se desean feliz Halloween. Los habitantes invierten miles de dólares en vestir las fachadas de sus casas con telarañas, vampiros, calabazas terroríficas, Frankenstein de tamaño humano que rotan de la cintura para arriba con los brazos abiertos y sustos guturales en sonido estéreo. Sobre la calle de Douglass, en el distrito de Castro, un enorme y diabólico payaso atado al resorte de una caja sorpresa más grande que la puerta principal daba la bienvenida en un porche tapizado de arañas. Parecía el set de una película de terror.
Luego entonces, la noche del sábado 30, los bares se atascaron de personas disfrazadas para brindar por lo que fue el pre-Halloween. Los bares y las calles. Personas disfrazadas de monjas pecadoras, cortesanos del siglo XV, reencarnaciones de Divine, drags, dinosaurios o mariachis con el rostro maquillado de calaveras mexicanas transitaban por el sector gay de la calle Castro con euforia desmedida.
Un hombre con pantalones de barras de colores y sombrero verde llegó con una bocina gigante a la calle de Castro. Puso “Living on a prayer” de Bon Jovi a un volumen estruendoso que la gente empezó a arremolinarse a su alrededor iniciando un carnaval de baile, saltos, coros y nudismo público. Dos hombres, uno blanco y el otro afroamericano con sus cincuenta y tantos bien marcados, iban completamente desnudos. Excepto por los cockrings de metal y un collar sadomasoquista en el cuello.
Les pregunté de que iban disfrazados. “Sobrevivientes a la pandemia” respondieron.
Supuse que todos los que ahí nos reuníamos combustionando la borrachera con gritos de euforia afónica de alguna manera celebrábamos el hecho de seguir vivos después el mortífero arribo del covid-19. Regresar a la calle sin miedo a que respirar en el momento equivocado supusiera contraer el virus que acaba con nuestros pulmones.
La pareja fue mas específica: se referían a la pandemia de VIH. Cuando la calle Castro también estuvo tan vacía y temerosa como los primeros meses de aislamiento social para prevenir el esparcimiento del nuevo coronavirus. A mitad de los ochenta y los primeros años de la última década del milenio.
Cierto. Ellos, igual que Jim, podrían decirse sobrevivientes de dos pandemias. Aunque la primera solo contaminó el imaginario homosexual. Generando una feroz estigmatización que sigue haciendo eco aún después de los coletazos del nuevo coronavirus.
En los ochenta, la calle Castro parecía un pueblo fantasma. Pero el aislamiento era más bien moral. Nadie quería estar cerca de los homosexuales, portadores del virus como “castigo divino” por desafiar la sexualidad de la naturaleza. Los bares apenas abrían. Las librerías y su sección para adultos contemplaban los días vacíos. El gobierno de Reagan reaccionó con una tardanza criminal que costó la vida de miles de personas. La mayoría no heterosexuales. Aunque el contexto es distinto, no deja de hacerme ruido en mi cabeza la capacidad de reacción de los gobiernos de todo el mundo cuando la población buga se ve amenazada por un virus.
En aquellos primeros años de la aparición del VIH/sida, practicar cruising en lugares públicos suponía el mismo riesgo de contraer una enfermedad incurable. Hasta el día de hoy. Como sucedió con el covid-19. Cierto, hoy la tecnología médica ha desarrollado antirretrovirales de nueva generación y eso ha mejorado la calidad de vida a parámetros que ponen nuestro estado de salud al nivel de cualquier mortal. Y mientras las vacunas para el covid-19 siguen ampliando horizontes y se aprueban pastillas antivirales para su tratamiento, el VIH sigue atorado en encontrar una vacuna definitiva que rebase las fases experimentales.
Las canciones del hombre con los pantalones de barras de colores ponían canciones que iban de las Spice Girls al “Aserejé” de las Ketchup. El reventón fue contagioso y aquello terminó siendo una procesión pop.
“Esto es el verdadero Castro, el de antes de las pandemias, las dos”, me dijo Jim.
Wenceslao Bruciaga