Escribo y entrego esta columna sin saber lo que sucederá sobre el Paseo de la Reforma cuando sea publicada. Es decir, mañana. Es decir, hoy. El día de la 45ª Marcha por el Orgullo LGBTI+ de la Ciudad de México. Después del primer capítulo de RuPaul’s Drag Race México y una encuesta del Inegi, Conociendo a la población LGBTI+ en México, realizada en 2021 que destapa inquietantes contradicciones. Por ejemplo, al mismo tiempo que 81.4% de la población mexicana arriba de 15 años no tienen problema en que parejas del mismo sexo, gays o lesbianas, muestren su afecto en público, 28.1% de la población LGBTI+ ha recibido un trato desigual en el trabajo contra el 18.4% de la población No LGBTI+. Otro dato que enfrenta realidades: mientras que 76.1% de la población mexicana arriba de 15 años no tiene problemas en que parejas del mismo sexo, gays o lesbianas, adopten niños, 1 de cada 10 personas LGBTI+ fueron obligadas por sus padres a acudir con un psicólogo o una autoridad religiosa. Por último: el 46.9% de la población LGBTI+ y el 40.4% de la población No LGBTI+ opina que en México hay poco respeto a los derechos de las personas LGBTI+.
Los datos muestran la tensiones de un país que vive su diversidad sexual arraigada a tradiciones morales en búsqueda de un purismo perdido. Vigentes en la formación cívica que deriva en nacionalidades. En este caso la mexicana. Y de la que el activismo gay forma parte. Algo similar sucedió con el primer capítulo de Drag Race: el orgullo mexicano tenía que adaptarse a la exigencias de un reality sobre diversidad sexual concebido desde la tradición y la lingüística gringa, de naturalidad neutra y menos obsesionada con la virtud moral. Por eso el énfasis en las puñaladas por la espalda, la habilidad del shade y las explosiones de histeria y rencor acumulado durante los periodos de Untucked en las ya quince temporadas son los cliffhangers de la narrativa.
Si bien no es la primera vez que la marcha se enfrenta a la beligerancia de los organizadores, quizás sea el primer año en que los desacuerdos se alzan, desenvainados y radicalmente filosos sobre cualquier posibilidad de diálogo que por lo menos aterricen los problemas que siguen intimidando al colectivo como el último brote de Mpox.
Las realidades son indiscutibles. Varios homosexuales que dieron positivo a la viruela del mono (después denominada como Mpox) prefirieron esconder los fallos a fin de no tener que enfrentar estigma familiar y laboral, acaso perder el trabajo por faltas injustificadas. Los casos se concentraron en hombres que tienen sexo con hombres y el contagio en 97% según la OMS, se daba en contextos de encuentros sexuales, anónimos, grupales, en clubes de sexo o saunas. La propagación fue dolorosamente secreta. Nunca hubo voluntad gubernamental para desplegar una campaña de vacuna contra el Mpox a pesar de la evidencia nacional que alertaba el aumento de casos. Activistas gays simpatizantes de la 4T minimizaron la propagación del virus con argumentos desorientados y sin sustento científico, y en un cuadro de afirmación desesperada, voltearon sus convicciones hacia las empresas que nunca mostraron auténtica sensibilidad frente a la problemática del Mpox.
Como protesta a una administración que se jacta de oponerse a la prácticas neoliberales apoyar el lado de las marcas que han hecho de la marcha del orgullo un supermercado, es que surgió la respuesta llamada #Yomarchoapie. Con vistazos a las raíces de la primera marcha que surgió de las huestes del movimiento estudiantil del 68.
Las posturas se radicalizaron conforme el 24 de junio se aproximaba. Los comités se fragmentaron en subgrupos y la marcha derivó en una batalla cultural cuyo objetivo sexual quedó relegada frente al tiroteo entre activistas de calumnias, disparos al aire con balas digitales cargadas de rencor adolescente, cinismo político, pornografía del sufrimiento individual que deja a su paso pedacería de deconstrucción. Dejando a los pactos y alianzas a favor del colectivo en un estado de tensión que puede reventar al menor pizzicato de imprudencia.
Se siente como un largo camino en círculo que llega al punto de partida de la primera marcha del orgullo lésbico gay que sucedió en el Distrito Federal, a finales de los setenta del siglo pasado. Sin automotores con bocinas mal ecualizadas ni estrafalarias banderas que evoquen la festividad de un carnaval. Con la necesidad de entender de que se trata el orgullo de ser puto en un país como el nuestro donde el machismo nos respira en el cuello a cada aliento. ¿Cuántas de las teorías que definen los nuevos significados de la disidencia sexual tienen origen o correspondencia con la realidad mexicana?
Y no solo en el replanteamiento de los debates LGBTI+. Daniel Bisogno plagiando las mismas paranoias respecto al VIH que se decían en los primeros años de su aparición allá a principios de los ochenta; panistas enajenados con la tiranía de la familia recrean una distopía donde los valores de antaño, con su hipocresía moral a blanco y negro, cobran nueva vida gracias al futurismo de los dispositivos móviles y la realidad alterada de las redes sociales. Como en esa canción, inevitablemente gringa, “Search and destroy” de 1973, donde Iggy Pop se da cuenta que no hay escapatoria a la rigidez social heterosexualmente reproductiva: “Porque estoy usando tecnología y no pienso pedir disculpas, porque soy el chico olvidado del mundo, el que está buscando, buscando destruir…”, canta en una rabia jadeante y cansada rindiéndose al placer del sexo callejero.
Mark Fisher tenía razón: el futuro se ha agotado y con él la paz homosexual.