El término (homosexual) indica que probablemente haya tenido relaciones sexuales y eso implica un factor de riesgo un poco mayor”, dijo el secretario de salud de Querétaro, Julio César Ramírez, argumentando que “por seguridad” los homosexuales no deberían donar sangre. Y en algo tiene razón: a excepción del genio neurólogo venido a pedazo de escritor, Oliver Sacks, la figura de un homosexual célibe me resulta tan inverosímil y chocante como creer en la adoración de los unicornios, o que las correctas lecturas de la biblia católica no son homofóbicas, a pesar de que el sencillo de Ministry, “Psalm 69”, nos demuestre todo lo contrario. El celibato de Sacks no fue definitivo. Duró de los 40 a los 77 años, cuando conoció a su pareja, el fotógrafo Bill Hayes. Antes y después, los encuentros sexuales de Sacks fueron ese lugar común gay entrenado en la sudorosa brevedad de la urgencia carnal en sobredosis de testosterona.
Las palabras del actual secretario de Salud de Querétaro fueron recogidas por los cazadores de indignaciones que exigían su renuncia, abusando del drama, pero semánticamente justificadas, pues como decía el mismo Sacks: “Con frecuencia, nuestra única verdad es la verdad narrativa, las historias que nos contamos unos a otros, y a nosotros mismos, las historias que continuamente recategorizamos y refinamos”.
En la narrativa de Julio César Ramírez, los homosexuales somos personas que han tenido un poco más de relaciones sexuales, supongo en comparación con los bugas, que el secretario reduce a máquinas para tener hijos y donar sangre segura.
La pantanosa paradoja no solo recae en la improvisada homofobia verbal del secretario de Salud de Querétaro. Una vez más, la indignación provoca fisuras por las que escapan homofobia y autovergüenza en proporciones esquizofrénicamente iguales: así como un secretario de Salud debiera saber conducirse con un lenguaje sesudo que no intimide la individualidad de los pacientes, los homosexuales deberíamos tener los huevos de asumir nuestra individualidad con todo y sus inseguros defectos que probablemente escandalicen a la fracción del pueblo que ha normalizado el entorpecimiento sexual.
En varios altercados en los que se demandaba la renuncia del funcionario queretano, no pocos homosexuales se describían y refinaban, casi como monaguillos incondicionales del recato sexual tan solo para justificar, frente a todos, su derecho a donar sangre. Que un homosexual oculte o se ruborice de sus impulsos sexuales es un triunfo del conservadurismo, ese al que pretenden amonestar mediante renuncias exhortadas desde la apariencia del progresismo. Combatir enunciados discriminatorios mutilando una parte de nuestra identidad, es como darle nosotros mismos una pistola al homofóbico: “Si un hombre ha perdido una pierna o un ojo, sabe que ha perdido una pierna o un ojo; pero si ha perdido el yo, si se ha perdido a sí mismo, no puede saberlo, porque no está allí ya para saberlo”, dice Oliver Sacks en El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, probablemente su libro más famoso.
Muchas de las consignas contra César Ramírez parecían competencias por ver quién podía ser tan heterosexualmente reprimido como para donar sangre, que una lucha por la dignificación de la homosexualidad sin el consentimiento de los bugas. Las aplicaciones de ligue mucho más directas que el Tinder, las discusiones sobre los tratamientos pre-exposición al VIH (PReP) –que vinculado al tema de la donación de sangre, podría aportar líneas de investigación más interesantes que machacar una y otra vez las desgastadas mechas de discriminación, a punto de ser cenizas– los porno tuiteros gays con su explícito perfil de terrorista compulsión sexual, las agendas de orgías fácilmente localizables también en Twitter, son hechos que orbitan alrededor de un intenso ejercicio sexual gay y que siempre termina sepultado en aras de salvaguardar ese caballo de Troya moral al que aguerridamente llamamos igualdad.
Seguro que los bugas tendrán sus propias dinámicas sexuales escondidas bajo su utilitario sistema de apariencias monogámicas, pero no es nuestra chamba descifrarlas y mucho juzgarlas.
Los homosexuales tenemos tanto derecho a donar sangre como a ser promiscuos y podemos usar esa contradicción para entablar diálogos que al menos sacudan los preceptos discriminatorios, sin hipocresías ni condicionantes que nos orillen a una parcial pérdida del yo, acaso el yo-homosexual, al que aludía Sacks.
Desde luego, toda libertad, y por qué no, libertinaje (palabra que aterra incluso a homosexuales) sexual arrastra una serie de consecuencias categóricas, pero nadie dijo que esto de la putería sería un camino de vaselina y rosas, aunque Katy Perry y Miley Cyrus insistan en hacernos pensar lo contrario. Por eso recomiendo abrir cualquier libro de Oliver Sacks y darle play al Jesus built my hotrod, la reciente compilación de sencillos de Ministry, metal industrial que no discrimina.
Twitter: @distorsiongay