Sociedad

Pánico y locura en Folsom Street Fair

Recuerdo que en mi inicial peregrinación a San Francisco, California, rumbo al Folsom Street Fair, apenas si caminaba con los muslos relajados de lo paranoicamente desorientado que me colocaba el hecho de no saber distinguir entre los policías oficiales del Departamento de San Francisco de aquellos fetichistas por el uniforme y las gafas oscuras de aviador. Prácticamente todos los hombres con gorros de policía tenían el mismo casquete corto, las mismas patillas y barba de tres días. A las pocas horas entendí que los policías asalariados nunca entraban a la feria y la seguridad del evento estaba a cargo de voluntarios con una cinta fosforescente en el antebrazo.

Pánico y locura en Folsom Street Fair
Pánico y locura en Folsom Street Fair

Una vez comprendí la responsable libertad que arría la Folsom Street Fair; resultó fácil dejarme llevar por la excitación. A la segunda cerveza un tipo completamente desnudo a excepción del arnés de cuero en el pecho empezó a bajarme la bragueta casi sin darme cuenta. Justo frente a la puerta roja de una capilla de colores baptistas, casi al lado de otra iglesia, la de St. Joseph, con sus campanarios estilo Bauhaus.

Desde entonces procuro ahorrar, lanzarme fielmente a la procesión sado que empezó en 1984 como una reunión enteramente homosexual y no traicionar mi fe al cuero. Para mi cochina fortuna coincide con la fecha en que nací hace 46 años, 28 de septiembre. Buen pretexto para celebrar la carrera hacia las canas y la amargura.

Mi obsesión con la Feria de la calle Folsom tiene que ver con su honesta capacidad de aglutinar mis fetiches indispensables para sobrevivir: pavimento, testosterona sin desodorante, barbas, poppers de distintas fórmulas y música. He tenido sexo al aire libre, apoyándome de un poste, mientras los Imperial Teen, la banda de Roddy Bottum, el tecladista de Faith No More, tocaban en el escenario de la calle 11. En el moshpit de las L7 abundaron las erecciones y las lamidas de axila en biósfera agria de absoluto consenso y solidaridad por la bragueta de al lado. Es el evento que sostiene el espíritu contracultural de una ciudad cada vez más reprimida por la hipocresía de las familias burguesas y bugas que llegan a San Francisco a elevar los precios.

Por supuesto en casi 40 años de existencia la Feria de Folsom, que abarca el epicentro de la cultura leather de San Francisco, es decir, desde la calle 12 hasta la nueve, la audiencia rebasó el espectro homosexual. De los 250 mil asistentes cada año según cifras de los organizadores, muchos de ellos son heterosexuales vouyeristas que experimentan por unas horas la vulnerabilidad de una minoría, mujeres simpatizantes del bondage, lesbianas con minifaldas de cuero, otros tantos hombres con máscara de perro adscritos al fetiche puppy, drags que alientan a besar puntas de botas industriales o el infierno mismo.

Pero las raíces permanecen robustas e intactas: apropiarse de las calles que por mucho tiempo exigían a los homosexuales la negación de nuestro placer antirreproductivo con tal de no perturbar los escaparates ni las apariencias.

Desde luego el capitalismo es parte de la perversión. Las prendas de cuero son lo que le siguen de costosas. Muchos de los hombres con los pectorales como artillería bruta y esculpida emiten un sudor sabor a antibiótico producto de ciclos anabólicos supongo. Pero el costo de entrada sigue siendo una cooperación voluntaria cuyas ganancias de miles de dólares son donadas en su totalidad a organizaciones de VIH. Virus para el cual sigue sin haber cura.

Las sesiones de fisting sobre las banquetas de Folsom, la calle principal del barrio de South Market, me recuerda aquella frase en una parte de “Fear and Loathing in Las Vegas”. La novela curtida en drogas y mal viajes desérticos de Hunter S. Thompson. Cuando el abogado Doctor Gonzo le remata a Raoul Duke una porfía sobre la ilegalidad de las drogas que cargaban en el portaequipaje y la propensión a los estímulos en una sociedad que condena el placer más que la guerra o los abusos o el asesinato a otro ser humano:

“En una sociedad cerrada donde todo el mundo es culpable, el único delito es ser atrapado. En un mundo de ladrones, el único pecado final es la estupidez”.

En Folsom Street Fair nadie es atrapado por ejercer la homosexualidad en su primitiva y sudorosa crudeza. Sin condón o la presión del consumismo que distrae a los bugas de su miedo a la muerte. Es el orgullo sin el pie heterosexual en el cuello.

No obstante el tuit que denunciaba precisamente el fisting entre dos hombres como un acto grotesco que denigraba a la comunidad gay vino a demostrar que el famoso orgullo gay es un autoengaño que da la razón a toda moral hetero y sus paranoias. No solo eso, que una generación o momento histórico en su ansiedad de justicia social también apoyaran el tuit, desde la discusión de la identidad, proponiendo la cancelación de la Folsom Street Fair, denunciando su exceso de falocentrismo, terminaron por conjurar el ala más dolorosa de un conservadurismo que pretende sepultar el sexo, y sobre todo el sexo entre hombres, como salvación que nunca pedimos. Como diría Patti Smith en “Gloria: In Excelsis Deo”.

No hay escapatoria al conservadurismo.

Cuando salía de mi primer Folsom Street Fair, bravucón por el caldo de testosterona, le grite ¡cuero! a un hombre con barriga, rapado, uniforme y gorra de policía. Como hacían mis primas de Torreón cuando un hombre se les hacía atractivo. No estaba seguro de si entendió la palabra, pero me hizo señas que fuera hacia él con el dedo índice y una sonrisa traviesa. Me plantó un beso corto. Supe que estaba en horas de servicio por la bocina en la solapa de su camisola.


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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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