Sociedad

¡Por favor ignórame! El millonario fracaso de las divas pop en su fandom gay

A principios de la década pasada tuve la inesperada oportunidad de entrevistar a Henry Rollins en el famoso Café Intelligentsia, en el no tan reseñado barrio de Silver Lake, al menos en ese entonces. Apenas si podía caminar. Las piernas me temblaban como si los huesos estuvieran contaminados de gelatina y ácido úrico. ¿Cómo te atreves a soltarle preguntas al cabrón que no suelta tu mente y manipula muchas de las formas con las que concibes la realidad con el mismo sometimiento como cuando lo escuchaste por primera vez? Rollins (y en la misma proporción 2Pac) no solo moldearon mi relación homosexual con el resto de la sociedad irremediablemente buga vigente al día de hoy. Me preñó con esa voz determinada a cumplir sus caprichos insociables. Desde entonces una adictiva mala influencia me obliga a escuchar la música como fuente de placer e interpretación del mundo. La soledad es un acto reflejo involuntario desde que escuché a Henry con su Rollins Band y Black Flag por primera vez.

El otro aspecto que me ponía nervioso es que el Rollins estaba más bueno que cualquier actor porno de moda, buga o gay. Y el pódium sigue ocupado por él. La conversación transcurrió con esa desafiante amabilidad que caracteriza a Rollins.

En vivo su carisma sobrado de seguridad en sí mismo y un sentido del humor gruñonamente cabal me pusieron húmedo por no decir viscoso. No quería que ese momento acabara nunca, pero cuando detuve la grabación ante la última respuesta, Rollins me dijo que si lo acompañaba a visitar unos amigos, entre lo que se encontraba unos homosexuales que podrían hacerme “compañía”. Para sorpresa de mi propia devoción decliné la invitación. “Una tarde con los amigos gays de Henry Rollins” pudo ser el nombre de una crónica. Pero recordé esas bitácoras de Lester Bangs en las que terminaba ahogando en cerveza la pedante existencia de los músicos de rock en el medio ambiente detrás del escenario. Quería mantener mi fascinación adolescentemente intacta.

Si de verdad eres fan de tus ídolos musicales, debes mantenerte alejado de ellos para que después del encuentro su música no recuerde tu monótona mortalidad. También podemos matar a nuestros ídolos como recomendaba Sonic Youth en sus primeros discos. El problema es que la miserable atonalidad de sus tracks de 1982 no se pueden corear y mucho menos bailar o imitar en una sesión de lip sync como para aprender de ellas como si fueran lecciones de tolerancia de Plaza Sésamo.

Aquella tarde con Henry Rollins se me vino a la mente cuando en Twitter (¿dónde más?) muchos homosexuales amotinaron dramáticos debates sobre su fijación con las estrellas musicales que dicen adorar. Recuerdo uno que le reclamaba al vocalista de los Imagine Dragons su privilegio de salir solo en pantaloncillos cortos, sin camiseta ni calcetines. Eso ya lo hacía Rollins en 1985 por cierto. Cuestionaba la admiración al musculoso cantante mientras a Rihanna le exigíamos kilos de lentejuela y producciones con efectos especiales que dejaran pendejo a George Lucas: por qué ellas no pueden salir también en shorts y descalzas, reclamaba. Por suerte Rihanna brilla por marcar arrogante distancia con el reino de las divas a las que le reza el fanatismo gay; no ocupa guiones panfletarios que coreen mensajes de solidaridad y tolerancia para validar la postura de su voz. Es ese mismo rango de elegante indiferencia se encuentran Roisin Murphy y Sophie Ellis Bextor, cuya calidad musical destaca por encima de la empatía hacia las minorías que por si fuera poco son redactadas en oficinas de heterosexuales millonarios.

Si alguien se planta en los escenarios con los hermosos pies desnudos es Sade. Y me queda claro que el consciente twittero desconocía de las presentaciones de Kathleen Hanna en Bikini Kill y todas las morras de L7 que solían tocar en pantaletas, pero claro, ellas no son ídolas gays. No dicen lo que tanto queremos escuchar.

El peor fue aquel muchacho que le reclamaba a la integrante de una banda del 90s Pop Tour ignorarlo a pesar del dineral que invirtió en su asiento a unos centímetros del escenario e imprimir en una camiseta el rostro de ella y ni así se detuvo a saludarlo. Específicamente a él, en medio de un mar de miles de fanáticos.

Ambos argumentos muestran lo tóxico en la edípica relación de glamour frustrado que sostienen los homosexuales con sus ídolos pop de espectro femenino. En 2019, Jared Richards del portal Junkee cuestionaba la fastidiosa tendencia de muchos gays de cargar bombas de caucho con las que se practicaban enemas para que las firmaran artistas como Charli XCX: “los fanáticos obligan a Charli a sonreír y posar en un juego de poder construido a partir de la incomodidad, donde después de entregarse a su fandom le hacen una petición invasiva y ridícula”, escribió Richards.

El vínculo entre las divas del pop y su fandom homosexual no es otra cosa que una simbiosis de amor odio con el resentimiento económico de la clase media aspiracional que atormenta a muchos gays. No las persiguen por su música y solo la música y acaso las letras que rara vez escriben ellas en totalidad. Les imponen ambiciosas reglas que amortigüe su frustración personal. Don DeLillo en su catastrófica novela “White Noise” dice que consumismos en supermercados para no pensar en la muerte, lo que me lleva a pensar que depositamos en las grandes divas pop la representación de un mundo ideal donde podemos ser las reinas de nuestras fantasías consumistas; evadir nuestra propensión autodestructiva que implica la sodomía con la alineación consumista que preside a la sociedad. Porque el reino de las divas pop habitados por gays es la prueba más lamentable de cómo la disidencia homosexual ha sido asimilada por el sistema a la misma velocidad, con la que los índices bursátiles especulan la economía. Sacando a Madonna de la ecuación, pues ella forjó su visión sexual mucho antes que los gays voltearan a verla, lo cierto es que las cantantes que incluyen discursos de tolerancia y autoestima afectada suelen cobrar miles de dólares por un asiento en primera fila. Cualquiera que esté dispuesto a pagar 4 mil dólares por estar cerca del olor de la cabellera de Beyoncé o de las pestañas de Dua Lipa tiene el derecho de ver a su ídolo como un empleado, supongo que debe voltear a verlo como exigía el decepcionado fan del 90s Pop Tour.

Siempre será más barato pagar 30 dólares por el homosexual de Bob Mould. Su figura es peso pesado en los orígenes del punk, el hardcore y el shoegaze que desgarra la sensibilidad gay, pero es demasiado austero y realista como para convertirse en ídolo de homosexuales que apenas si pueden con la realidad que respira alrededor de sus cuentas de Twitter. A pesar de estar mamado y alienarse a ciertas frivolidades homosexuales. Lo mismo pasa con los toquines de Limp Wrist y su queer hardcore lleno de arneses, panzas y pelos.

Le pedí permiso para besarle la mejilla a Henri Rollins y me fui. Después publiqué la entrevista en el suplemento Día Siete, que salía los domingos en El Universal.

Y creo que fue lo mejor que pudo haberme pasado con mi ídolo gay.


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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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