Sociedad

Días de pandemia: príncipes y niños anarquistas

Debió ser un 30 de abril mohíno. Los niños encerrados en sus casas por el confinamiento debido al peligro que supone el exterior mientras el covid-19 entrama su camino en las gráficas y cualquier ser viviente con pulmones es sospechoso de ser un portador asintomático.

Para hacer más llevadero y alegre el Día del niño confinado, la Secretaría de Cultura del Gobierno de la Ciudad de México puso en línea la lectura realizada por los actores de la obra de teatro infantil Príncipe y príncipe de Perla Szuchmacher, basada en libro Rey y rey del año 2000 de las holandesas Linda de Haan y Stern Nijland. Relata la historia de un joven príncipe que no se siente atraído por el desfile de princesas que le dispone su madre para concretar el matrimonio en ese reino de altura y reyes anclados en dinámicas de poder. El príncipe termina confesando a su madre, por lo que entiendo un tanto mandona y malhumorada, que en realidad a él no le gustan tanto las princesas. Que lo suyo es el hermano de una ellas. Los planes no se detienen. Mucho menos la ostentosa boda. Viven felices para siempre y sin tentaciones. Fin.

La puesta en escena no es algo nuevo. Lleva montándose más de ocho años, con exitosas giras por toda la República y levantando indignaciones mochas a su paso por lo “desviado” de la historia. Padres de familia que alzan la voz protestando por el supuesto adoctrinamiento homosexual de la obra hacia el público infantil. Acusación injusta e infundada, por cierto. Príncipe y príncipe es una obra tan derecha y correcta, que da continuidad al sueño del matrimonio y las esponjosas bodas como esplendor de cualquier romance.

Pero como siempre que la Secretaría de Cultura apoya esta propuesta teatral en redes sociales contra la discriminación, los ataques de homofobia se dejan venir en ráfagas digitales de hostigamiento mercenario. Cuya violencia gramática encrudece conforme Príncipe y príncipe acumula representaciones. En defensa de la familia, los padres heterosexuales ejecutaron el hashtag #Conlosniñosno acusando la homosexualidad de crímenes imaginarios que de cobrar vida en el mundo real, ya hubieran provocado nuestro derramamiento de sangre. Sí, la homofobia mata. Y todas las campañas contra ella emitidas desde nuestras zonas de confort no han servido un carajo. Ahí están, todos esos padres y madres alarmados porque sus hijos se pudieran convertir en gays, aireando su odio sin temor a ser rematados de políticamente incorrectos, intolerantes u homofóbicos. Para ellos, el linaje de la heterosexualidad era un valor que tenía que ser defendido a costa de la propia empatía.

Y no veo cómo se pretende erradicar la homofobia si los gays que escribieron a favor de la moraleja progresista de la obra, lo hicieron desde una alienación sacrificada a los convencionalismos, a todas narices conservadores, que poco los diferenciaba de sus detractores. Argumentando la normalización (qué pinche fijación de hacer de la normalidad un paliativo social) de las diversidades sexuales, el derecho a la voluntad familiar y ventilando estudios científicos que demuestran que las familias homoparentales pueden ser más cariñosas y comprensivas que aquellas conformadas por padres y madres cisgénero. Ambos bandos me recordaban a esa panda de progenitores frustrados cuando me tocaba ir por mi hermano al jardín de niños. Padres ansiosos por vivir a través de sus pequeños, partiéndose la madre porque sus retoños no fueron elegidos como la señorita primavera o el más abusado del salón.

Los niños no necesitan de ejemplos forzados por adultos tradicionales, bugas o gays, para descubrir su identidad. Thomas Bernhard narra este hecho con una belleza suicida en su libro de memorias Un niño: “Un niño tiene que ser curioso, eso es sano, y hay que dejar rienda suelta a su curiosidad. Tenerlo continuamente atado es criminal y una tontería abyecta. Un niño tiene que seguir sus ideas, no las ideas de sus educadores, que solo tienen ideas sin valor”. Si yo fuera el padre de un chiquillo, me quejaría de lo frustrante de ver cómo los cuentos infantiles insisten en perpetuar el cursi recurso de las figuras monárquicas como inspiración para la infancia. Los niños merecen un mundo de reggae y el dub de Mad Profesor. Menos clichés de cuentos de princesas crédulas subvertidas en personajes homosexuales, pero con las parábolas intactas: conservadoras y dóciles. Fuera de eso, la obra de teatro Príncipe y príncipe es un ejercicio absolutamente inofensivo, incluso para mentes heterosexuales aferradas a su tradición.

Bernhard describe la infancia como juegos de anarquistas de seis años. Y ahora que leo algunos reportes médicos, como los de la Clínica Mayo, sospecho que no estaba del todo equivocado: “Es posible que el sistema inmunitario de los niños interactúe con el virus de una manera diferente a la que lo hace el de los adultos”, exceptuando algunos padecimientos colaterales. Lo que me hace pensar en una suerte de anarquía infantil e inmunitaria. Niños y niñas con síntomas leves o asintomáticos enviando la tiranía de los adultos a la cama. 


Twitter: @distorsiongay

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Wenceslao Bruciaga
  • Wenceslao Bruciaga
  • Periodista. Autor de los libros 'Funerales de hombres raros', 'Un amigo para la orgía del fin del mundo' y recientemente 'Pornografía para piromaníacos'. Desde 2006 publica la columna 'El Nuevo Orden' en Milenio.
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