A lo largo de mi vida me ha acompañado una inquietud: ¿cómo es posible que esa indignación que en algún momento movilizó tantas voces y cuerpos parezca desvanecerse con el paso del tiempo? Pienso en la represión contra la APPO en 2006, la violencia sexual en Atenco, la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, y en las múltiples guerras que aún se libran hoy. ¿Cómo es que, en algunos casos, la indignación parece diluirse, apagarse, vaciarse de sentido?
Una posibilidad es que la constante exposición a imágenes del dolor, su repetición sin tregua en medios y redes, no solo informe, también desensibilice. Como advierte Susan Sontag (2003), esa repetición puede saturar en lugar de conmover. Berardi (2017) sostiene que, ante la sobrecarga emocional, muchas personas optan por desconectarse como forma de autodefensa. La indignación no siempre desaparece, pero a veces se transforma en cansancio, o en silencio.
El consumo constante de violencias se inserta en estructuras de dominación —capitalistas, patriarcales y racistas— que jerarquizan el valor de la vida. Mbembe (2011) advierte que el poder también actúa dejando morir. Segato (2013) habla de una pedagogía de la crueldad que normaliza el castigo sobre ciertos cuerpos. Butler (2009) señala que estas violencias se sostienen en marcos que deciden qué vidas merecen ser lloradas. Así, la repetición mediática de las violencias no solo genera fatiga, sino que contribuye a encubrir las lógicas profundas que estructuran la desigualdad en la posibilidad de vivir, ser vistas y ser lloradas.
Pero la indignación no es un instante puro ni un deber inmutable. Es un proceso dinámico, contradictorio y vivo. El reto no es mantenerla encendida en todo momento, sino no renunciar a ella cuando el presente parece volverla inútil. Resistir la indiferencia es sostener la capacidad de nombrar la injusticia, de vincularnos con el dolor del otro y de imaginar, aún en ruinas, la posibilidad de un mundo distinto.
¡Hasta encontrarles a todes!