
Todos tenemos un concepto negativo de lo que llamamos “propaganda”. La concebimos como información falsa o como el discurso que los políticos confeccionan para conseguir que pensemos o actuemos conforme a su conveniencia. El término no es fiel a la raíz moralmente neutra de “propagar”, pues al contrario de cómo se concebía en sus primeros usos, la propaganda no es simplemente difusión de información, sino, ante todo, la difusión de una información manipulativa.
El término tiene tal carga negativa que, como sucede con ese tipo de expresiones, solemos reconocer la propaganda en
el discurso ajeno mas nunca en el
propio: creemos que son nuestros adversarios quienes hacen propaganda, mientras que nuestros aliados, en cambio, divulgan información o plantean críticas necesarias. Esto es muy probablemente un engaño. Lo común es que los discursos políticos de todas las posturas tengan algunos o muchos elementos que se pueden considerar propaganda, y un análisis crítico de estos discursos debería ser capaz de distinguir la manipulación tanto en los proponentes de la postura propia como en los de la ajena.
Otro problema es que solemos adoptar una noción muy amplia o muy estrecha de qué es lo que constituye propaganda. Si consideramos que todo lo que dicen nuestros adversarios políticos es propaganda, probablemente tenemos un concepto muy laxo del término, y los conceptos demasiado amplios tienen poco aporte descriptivo. Un ejemplo típico es considerar que cualquier acto en el que un gobierno informa sus logros es un acto de propaganda. Y al revés: tenemos un concepto demasiado estrecho cuando identificamos como propaganda exclusivamente los discursos del periodo electoral, con los que se busca influir en la opinión y la conducta de los votantes. Los discursos electorales, ni son todos propaganda, ni son los únicos espacios para la manipulación propagandística.
Un problema más es que creemos que la propaganda es fácilmente reconocible, tanto por la identidad de su emisario —como cuando pensamos que la propaganda política es un discurso exclusivo de “los políticos” o “los gobernantes”— como por su calidad de falsa o engañosa, cuando lo engañoso, por el hecho de serlo, no es fácil de detectar. La verdad es que la propaganda más exitosa es la que pasa inadvertida y ésta suele ser la promovida por agentes que se presentan como racionales, técnicos, neutrales e incapaces de manipular —los llamados intelectuales.
Los partidarios de una postura política dirán que comunican o que critican. Los de la postura política contraria dirán que los primeros hacen propaganda. ¿Cómo sabemos cuándo sí es y cuándo no se está haciendo propaganda? En este texto no está la respuesta definitiva. Pero es importante plantear la pregunta, porque la identificación de la propaganda es crucial para reconocer los filtros que conducen el debate público y presentan consensos ilusorios donde no los hay.
La propaganda no es solamente un conjunto de discursos aislados, sino un sistema de manipulación de la opinión pública en el que tienen un papel preponderante los medios masivos de comunicación. El tema de la identificación de la propaganda es, a fin de cuentas, el de cómo juzgamos o apoyamos decisiones en un sistema democrático: si, como sería lo ideal, lo hacemos sobre una base informada y racional, o sobre una base de
manipulación y engaño.
El discurso propagandístico no pretende convencer —es decir, aportar elementos para que los interlocutores lleguen racionalmente a una conclusión válida—, sino hacer creer, sin necesidad de sustentar racionalmente una opinión o juicio. Jason Stanley dice que la propaganda es un discurso cerrado en tanto que no busca la deliberación —que necesariamente implica la posibilidad de añadir, reforzar o rebatir información.
El discurso manipulativo tiene algunos rasgos característicos. Uno de ellos es el de acotar fenómenos complejos en
descripciones simples con las que no se puede estar en desacuerdo. Este tipo de descripciones cierran el debate al descartar las posturas distintas como irracionales, inmorales o insostenibles. Un ejemplo común en estos días es el de llamar militarización a cualquier involucramiento de las fuerzas armadas en alguna actividad no bélica. Aunque quienes usan ese término blandan la autoridad inapelable del diccionario, la dinámica del debate público no está dictada por la Real Academia. Militarización es un término negativo: nadie en su sano juicio quiere la militarización. Es muy sencillo, entonces, pretender que hay un consenso en contra de cualquier decisión que involucre a las fuerzas armadas cuando se le describe como militarización y sería inmoral o irracional no oponerse a ella. Abrir ese debate, en lugar de cerrarlo, implicaría preguntarse cuáles son las alternativas a ese involucramiento, si son viables en el corto y mediano plazos, qué consecuencias se pueden prever con base en experiencias pasadas y presentes, etc.
Otro rasgo del discurso manipulativo es el de emitir afirmaciones categóricas asumiendo que los interlocutores no pedirán la evidencia que las sustente. Las fake news no solo no corresponden con la realidad, sino que mientras más fuertes son, menor es el esfuerzo —y la exigencia— de relacionarlas con algún apoyo factual. Un ejemplo son las acusaciones de que el Presidente tiene vínculos con el narco. La afirmación es tan grave que pensamos que nadie se atrevería a sostenerlo sin tener cómo demostrarlo. Y eso es suficiente para que alguna gente lo dé por hecho a pesar de que no se presente una sola prueba. Las audiencias que aceptan aseveraciones grandilocuentes sin exigir evidencia son más vulnerables a la manipulación de parte de grupos de interés.
A menudo nos lamentamos de la llamada polarización del debate público sin que sea claro a qué nos referimos con eso. En parte se trata de la proliferación de propaganda: consignas vacías, términos equívocos y afirmaciones sin sustento que no tienen como fin propiciar la deliberación pública, sino forzar una opinión bajo una ilusión de consenso y racionalidad. Reconocer el discurso manipulativo y rebatirlo debe ser parte fundamental de la cultura política de una sociedad en democracia.
Violeta Vázquez-Rojas
@violetavr