
Por estas fechas, hace cinco años, el gobierno electo de López Obrador le pidió al pueblo de México su opinión acerca de dos opciones: construir dos pistas en la base aérea de Santa Lucía o continuar la construcción del Aeropuerto de Texcoco.
Se instalaron mil 73 mesas receptoras en las que emitió su opinión poco más de un millón de ciudadanos. El 69.95 por ciento se decantó por la primera opción y 29 por la segunda. Así quedó avalada la decisión de cancelar el Aeropuerto de Texcoco y de construir el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, que se inauguró el 21 de marzo de 2022.
El 1 de agosto de 2021 hubo otra consulta en la que se intentaba preguntar a los ciudadanos si estaban de acuerdo en que se emprendiera un juicio en contra de los últimos cinco ex presidentes, desde Salinas hasta Peña Nieto, por presuntos delitos que hubieran cometido durante sus mandatos.
Esta vez se trató de una consulta constitucional, apegada a los preceptos de la ley, lo que implicó sortear múltiples candados, incluyendo la redacción de una pregunta abigarrada y compleja que no reflejaba la materia que se quería consultar. Aún con la intensa campaña de los grandes medios y comentaristas que la tachaban de “circo”, votaron 6 millones 663 mil 208 de personas, el 7.11 por ciento del padrón electoral. 97 por ciento votó por el sí, pero no se alcanzó el umbral de participación para que fuera vinculante.
Al año siguiente se estrenó otro derecho: el de la revocación de mandato. El 10 de abril de 2022, los mexicanos contestaron la pregunta de si Andrés Manuel López Obrador debía continuar en su cargo como presidente. En esa ocasión emitieron su opinión más de 16 millones de personas, el 17.77 por ciento del padrón electoral. 91.86 por ciento opinó que el Presidente debía seguir en su cargo y 6.44 prefirió que se le revocara el mandato.
La consulta de revocación de mandato también tuvo que resistir la andanada en contra de los comentaristas políticos, líderes de la oposición e incluso de funcionarios del propio INE, que llamaban abiertamente a la gente a no participar.
Visto en retrospectiva, podemos pensar en esos tres ejercicios plebiscitarios como pasos en el afianzamiento de una democracia participativa, donde la gente se involucra activamente en las decisiones gubernamentales. Cada uno de ellos tuvo más votantes que el anterior, y en ese sentido los instrumentos de participación directa fueron mejorando.
Pero en los tres casos, y especialmente en los dos últimos, se tuvo que enfrentar una marejada de descrédito proveniente de grupos de poder político y mediático que se burlaron y minimizaron los ejercicios. Esto y los candados legales a los que están sometidas las consultas contempladas en la Constitución, hacen que lo memorable no sea el resultado, sino el hecho mismo de que, contra todas las inercias, lograran llevarse a cabo.
Corre un nuevo experimento: el de la consulta sobre quiénes deben ser los candidatos de Morena (llamados en esta etapa “coordinadores”) para la elección presidencial y de las nueve gubernaturas que se disputan en 2024. En este caso el método es una encuesta, aplicada a una muestra representativa de los votantes y replicada por cuatro casas encuestadoras —en las locales, por dos—.
Aunque quienes realmente responden las encuestas son apenas unos miles de personas, en contraste con las consultas, que invocaron a millones, al ser aleatorias y abiertas a la población, se involucra toda la opinión pública. El propósito de la participación se logra sin tener en contra intentos de sabotaje de parte de actores mediáticos o políticos. Nadie, hasta donde sabemos, ha llamado a no contestar las encuestas de Morena, ni ha minimizado el debate que provocan.
Sí hay, sin embargo, quienes quisieran poner candados a los posibles participantes, tanto en el papel de quien responde como en el del perfil sobre el que se pregunta. Algunos opinan que los encuestados deberían ser solo militantes de Morena, o bien que debería haber un filtro previo para que entre los aspirantes no “se cuelen” perfiles que no sean suficientemente de izquierda.
Esta postura de “cerrar la democracia” tiene problemas. Primero, limitar la participación a militantes requiere mecanismos de control —como pedir credenciales— que conllevan burocracia. En segundo lugar, se pone en riesgo la representatividad de la muestra: los encuestadores saben elegir una muestra representativa de los votantes generales, pero ¿cuál sería una muestra representativa de los simpatizantes de Morena? Por último, encuestar a la población abierta da una idea del posicionamiento de los contendientes de cara a la elección general. Esto tiene ventajas (seleccionar a los más competitivos) y desventajas, como el que un candidato resulte favorecido por encuestados que no comulgan con los principios del partido. En otras palabras, se corre el riesgo de que los perfiles más competitivos no sean afines al proyecto con el que se busca gobernar.
Para limitar este último efecto se ha propuesto que Morena impida que lleguen como aspirantes personas que no son del movimiento o que no prueben su compromiso con los principios de la izquierda. Eso suena razonable, excepto por un problema: ¿quién o quiénes serán el tribunal último que decida cuando un perfil es lo suficientemente de izquierda como para pasar a la encuesta? ¿La cúpula del partido? ¿Un grupo de notables? La respuesta es muy simple: quien tiene la facultad de decidirlo es la gente, y precisamente para eso se hace una encuesta.
Los instrumentos de la democracia participativa practicados hasta ahora son experimentales y siempre perfectibles, como la democracia misma. La experiencia de cinco años nos ha mostrado que mientras más candados —legales o políticos— se pongan a estos ejercicios, menor es la participación y su efectividad en la toma de decisiones. También nos ha mostrado que la izquierda se fortalece ampliando espacios de participación y no cerrándolos. La moraleja es que una izquierda fuerte es una izquierda incluyente que debe, por principio de cuentas, perderle el miedo a la gente.