En Monterrey y su Área Metropolitana, el calor deja de ser un rasgo del verano para convertirse en un fenómeno que perfora la normalidad. Lo que antes resultaba intenso pero pasajero, ahora roza lo insoportable.
Las temperaturas superan los 45 centígrados en varias zonas del Área Metropolitana, colapsan transformadores, disparan la demanda eléctrica, colonias enteras se quedan días sin luz y se vacían los tinacos.
El calor extremo ya no es solo una molestia; es una amenaza. En los hospitales aumentan los casos de golpe de calor y deshidratación.
Los niños pequeños, las personas mayores y quienes trabajan al aire libre enfrentan riesgos directos a su salud. Las escuelas suspenden clases, las empresas ajustan horarios y miles de familias se refugian en centros comerciales y cines, como si fueran búnkeres refrigerados.
El cambio climático no es una teoría ni un debate. Es el fondo de pantalla diario que quema los pies y agrieta las montañas. Las emisiones globales de gases de efecto invernadero alteran los patrones meteorológicos. Y aunque Monterrey no tiene responsabilidad única en el problema, tampoco puede seguir actuando como si no le tocara responder.
Los gobiernos deben acelerar ya los planes de adaptación: reforestación urbana, transporte sustentable, sistemas de captación de agua, vivienda eficiente.
Pero la ciudadanía también necesita tomar precauciones. Beber líquidos constantemente, evitar actividades físicas a mediodía, cuidar a quienes viven solos y reportar fallas eléctricas o incendios.
El calor de Monterrey no solo evapora el agua: evapora la calma, la paciencia. Justo en ese agotamiento se revela una angustia colectiva: saber que esto puede ser apenas el inicio. El termómetro lo dice sin palabras, pero con precisión: ya no hay tiempo que perder.
