Maldigo mi destino en la ciudad, la calle de Versalles, colonia Juárez, está detenida por la inmensa fila de autos. Al lado de mi taxi pasan unas diez bicicletas que se alejan, parecen reír, ese es el sentimiento que me inunda al verlas, esas personas van riéndose, nos dejan ensartados en tan neurótica y perra situación, ¿podría caminar?, no, estoy exhausta, la noche de cabaret clandestino que organizan dos entrañables artistas me dejó adolorida de tanto bailar trap.
El homenaje que armé de Amy Winehouse al parecer no decepcionó. Me recargo en el cristal, es la tercera vez que llego tarde a mi cita con la misma persona. Puedo imaginarlo esperándome, recargado en el árbol afuera del restaurante fumando un poco, llegaré 14 minutos tarde, estoy escuchando a Oasis en el reproductor de música, me dijo que le gustaba, subo el volumen a Champagne Super Nova. La voz del vocal acaricia mis pantorrillas adoloridas, me puse zapatos altos de pulsera, ¿será que va a desatarlos o tan solo les pasará la mirada como a los anteriores que intentó desabrochar sin lograrlo? En esta calle existió un local pionero en la escena electrónica de la ciudad llamado: El Colmillo, sus barras y luces rojas, tragos inteligentes, en el salón de la pista principal colgaba un colmillo gigante del techo, antro de Sam Hart y Crispin, dos tipos arriesgados. Esa ciudad ya no existe, se desmoronó, ¿dónde estará Camilo? Fue clave en la consolidación del sitio. Me pregunto dónde mientras recuerdo que las cortinas de la pista de baile se abrían después de la medianoche. Ritchie y yo llevábamos una botella de agua con alguito, nos movíamos entre otros hasta que cerraban. No hablábamos, solo baile, puro éxtasis, solo cuerpos bailando, sin palabras. Éramos máquinas de guerra alimentadas por la rabia y pequeñas pastillas: orion, diamantes, prusis, fetas, barbs, volcán, ajos, diversos nombres, tantos, las sensaciones todavía más extensas e infinitas. Existían las barras libres, nosotros no bebíamos en esa época, fue corta, me pareció una eternidad el dolor de vivir sin la bravura del alcohol, ¿la razón? Chocamos borrachos en una arteria rápida, el papá de Ritchie nos agarró a cachetadas a los dos en el MP frente a la mirada atónita de policías y ladrones, después les aventó una cantidad considerable de billetes al piso que recogieron pidiéndonos disculpas los tipos que nos habían arrestado con lujo de violencia horas atrás. La noche del accidente le juramos fidelidad a las tracas y anexas. Las barras libres de los antros del DF —me negaré a llamarla como actualmente la llaman— eran una fiesta de animales desesperados por alcanzar la gloria, algo así recuerdo, esa época está casi borrada, muerta, perdonen si no quiero hurgar con detalles en mi memoria, porque ahí estás tú, con tu motocicleta esperándome afuera de los antros para llevarme a desayunar a conocido hotel que era after de fiestas electrónicas, después tu casa, curabas mi desvelo con jugo de tomate, aquella piscina con calefacción era de lo mejor en invierno. Tú no soportabas el ruido, yo no soportaba a tu ex esposa en malbec y ansiolítico marcándote los sábados por la noche. Acuerdos.
—No, no te equivoques, no te confundas, no tengo razones para aguantar nada.
—¿Qué hago entonces? ¿No contestar? ¿Si se avienta tú me ayudas a lo que viene?
—Jamás. Quédate a soportar sus llamadas, yo quiero bailar, no se va a aventar del balcón arruinando el jardín y tampoco nos dejará escuchar viniles de Iggy Pop en paz.
—No me gusta el ruido, no me gusta bailar, quédate…
—Me largo.
—No te enojes.
—No estoy enojada, quiero bailar.
—Ve con Ritchie
—¿Seguro?
—Sí, cuídalo, es tan estúpido.
—Ya nos cansamos de Bandasha y Medusas, iremos a Colmillo.
—¿Qué carajo es eso?
—Ven conmigo…
—Paso, diviértete.
—Adiós, mártir del rock and roll.
Y el estúpido resultaste tú, porque El Ritchie no solo es una persona lista, es generoso, no entiendo por qué fueron amigos. Me falta el aire, saco el respirador, recargo la cabeza en la ventana del taxi, nos siguen rebasando las bicicletas, qué absurdo estar detenida aquí en Versalles. En ese odioso retorno al pasado, te recuerdo, pienso en ti todos los días, esa noche me rebasaste en una Ecobici mientras caminaba por Gelati después de aquella deliciosa comida vegana que preparaste, llevaba bajo el brazo el libro que me regalaste, mi cabeza giraba con aquella larga conversación. Espiritualmente nunca te alejas, estás cerca siempre, quiero ver tus ojos.
Lo acepto, he ninguneado el sensual poder que ahora sé que tienen los hombres que montan bicicletas. Maldije ciclistas que se me atravesaron, hoy me arrepiento, no es fácil andar en bicicleta en una ciudad enferma de autos. La bicicleta se la atribuyen a un alemán, Karl Drais, 1817, Da Vinci en 1490 tenía bocetos del velocípedo. La vida no gira sin los pies. He despotricado contra las bicicletas tal vez porque no me gustaría arruinar mis zapatos diseñados por Miuccia Prada, mujer que militó en el partido comunista italiano, me gustan sus diseños, desgraciadamente los comunistas me parecen tan ridículos como los científicos, lo he escrito hasta el cansancio y así lo haré hasta el resto de mi vida. He llegado tarde a dos citas con él las últimas dos semanas, siempre a tiempo en su bicicleta, con esas piernas bellísimas. Decido bajar, camino calle y media. Quince minutos tarde, apostado tras el árbol, buscamos un lugar de la calle de Versalles para beber unos tragos. Tiene una bicicleta bellísima, temeraria. Las bicicletas llegaron tarde al continente americano, seres como él exponen su vida ante enajenados conductores para que podamos respirar nosotros: los bastardos que ponderamos los autos y ese olor a gasolina, carrocería, curvas metálicas dispuestas a estrellarse. Intoxico el mundo, me tomo de su brazo, entramos a un restaurante cerca del Colmillo, El Ritchie me envía una selfie, baila en aceites frente a su balcón amenazando con matarse, cierro los ojos un momento, no sé si todavía existo.
* Escritora. Autora de la novela Señorita Vodka (Tusquets)