Un organillero está en la puerta del lago de Chapultepec. Paseo de la Reforma está inundado de los desesperados cláxones que se desbordan neuróticamente intentando llegar a no sé dónde. Medio día, caótico desfile metálico, imposible creer que a esta hora alguien intente llegar hacia el trabajo. El sol destruye la retina, reseca la piel. La melodía del organillero es la pieza: Chapultepec, compuesta por Higinio Ruvalcaba, violinista mexicano fallecido en 1976. Nostalgia pura, Eucario Eusebio Ruvalcaba Castillo y yo le dábamos billetes al hombre que la tocaba cerca de la puerta de los leones donde nos citábamos para dar botanas a los animales del zoológico, las escondíamos en la ropa, cacahuates, nueces, almendras. Me parece verlo corriendo por Reforma de la mano de su padre, su madre está repasando una pieza, cuenta en el aire mientras sus hermanas Cecilia y Carmen ríen. Es niño, no sabe todavía de la desgracia venenosa que acabaría con su cerebro. Extiendo un billete de 50 pesos al hombre que la toca, pidiéndole que le dé dos vueltas más. Alguien me espera o no en la entrada del zoológico, ¿cómo saberlo? La muerte acecha, voy 12 minutos tarde, la tercera ronda de Chapultepec está por acabar. Caminó hasta la puerta del zoo. No está, un mensaje me avisa que esperó 19 minutos, “qué falta de respeto, el sol me mata, lo sabes, hasta nunca”, qué alivio, podré ver sola mi pasado. Vengo a buscar a mi viejo amigo, el tigre siberiano. Mochilas, bultos, bolsas, no pasan, el grito de guerra de los guardabultos. Un anuncio dice que por remodelación la zona de comida está cerrada.
Tengo el estómago vacío. Eusebio no está para convidarme cacahuates. Este zoológico fue inaugurado en 1923 por el biólogo Alfonso Herrera, hasta 1924 que abrió sus puertas al público. Moctezuma tenía uno, ese es el origen del proyecto, la recreación de ese fragmento de la historia. No sé por dónde iniciar el recorrido, decido buscar al oso polar, qué deprimente estanque reducido, un león marino nada con signos de visible stress. Sigo avanzando, me encuentro con algo terrible, los bisontes están pelados, en las culturas antiguas americanas la ausencia de pelo es símbolo de un mal presagio. Sin poder evitarlo emito un grito que es más bien un gruñido primitivo de miedo. No podría descifrar la expresión de mi cara, nadie está afuera de sí mismo para mirarse, una voz en lugar de reconfortarme, me asusta.
—Mal augurio, ¿no? Ninguna expresión mitológica o cósmica sería posible sin la veneración antigua de nosotros hacia el animal más sagrado de América del Norte: el bisonte.
—Funesto. Cada año pierde un pelo, cuando caiga el último, nuestro mundo llegará a su fin.
Es un hombre alto, barba de tonos rojizos que brillan con el sol. Sus ropas de verano son elegantes, lleva un pantalón de corte meticuloso color crema, una camisa blanca perfectamente abotonada, la mochila de tela azul prusia contrasta. Huele a cedro. Ignoro su nombre, no me interesa conocerlo, no busco conectar con nadie, me tiene sin cuidado lo que pasa afuera. Mi madre está en el hospital, deseo ver a mi viejo amigo y el herpetario, un sitio que la horroriza, mi favorito.
Estanques y bebederos sucios. Los cisnes sin agua. Hablamos avanzando en aquel triste muladar de zorrillos y simios con sarna. Uno de los zorros presenta visibles signos de comportamiento repetitivo, las personas desobedecen los letreros, se pegan al vidrio, está harto. Un leopardo negro nos da la espalda, otro se arrulla en un sueño plácido. La mirada triste de un mandril me recuerda que nos hemos convertido en creadores de jaulas miserables. Se parece a mi tía Amanda, está igualita. Todos reímos con la niña que comenta. Los osos se esconden de los turistas, hacen bien. En Drachenloch (Suiza) existen vestigios de enterramientos de sus cráneos, no lo sabía, el hombre de aspecto polaco me lo dice, detalla el proceso de caza ritual del oso en regiones escandinavas, animal sagrado. Comenta que en Siberia los dolgan creen en el animal de alma sombra.
—Te acompaña siempre. Una vez que conoces cuál es tu animal de alma sombra, ningún sortilegio te dañará. Zoolatría, totemismo, la superioridad de los animales no humanos. Su poder, simbolismo, la fuerza de su espíritu y cuerpo, sus propiedades sobrenaturales, curativas.
Qué bueno que me plantaron, un hombre que habla sin mirarte es la mejor compañía. Comenta acerca de la sociedad moderna del siglo XIX que culminó en la represora y capitalista del XX: enferma de poder, ve a los animales como figuras amenazantes, objetos de desecho. Lo que parecía imposible de disolver: la relación natural y armónica entre las especies está rota. En tiempos antiguos, el ganado no solo era proveedor de carne, cuero y leche, era oráculo del hombre, le permitió asentarse en un fragmento de la tierra. Basta reflexionar en el antropomorfismo que reina desde la tribu africana hasta la americana. El sioux venera al bisonte, animal sagrado, representa la tierra. Al ser creado el mundo, se colocó uno en el noroeste para retener al mar. Ritual sagrado: la caza, el hombre pide permiso a los espíritus naturales para abatirlo, introducía su espíritu al comerlo y vestir su piel. Atribuimos a Roma el espectáculo sangriento de coliseos en tiempos de Marco Aurelio Severo, combate de animales feroces: humanos y leones, existen referencias más antiguas, el rey persa Darío I arrojó al profeta Daniel a un hoyo con leones del que salió ileso, después lanzó ahí a los conspiradores que calumniaron al profeta.
—Antes del animal humano, el otro animal era el centro de la naturaleza. Hora de comer.
Somos contradictorios. Me gustaría invitarle un trago al hombre que no te mira, me despido sin conocer su nombre. No pude ver al siberiano. Otro día les cuento de la dinastía de pandas gigantes del zoológico que empezó en 1975 con Pe Pe y Ying Ying, regalos del gobierno de China. No vi ningún chapulín. Me inunda la tristeza, el herpetario no existe más, cerró.
* Escritora. Autora de la novela Señorita Vodka (Tusquets)