En la vida de cualquier policía de vocación llega el momento en el que comprendes la razón de por qué los entrenamientos y tus superiores te llevan al límite de tus capacidades físicas y mentales. Y el mío llegó una noche de abril de 2011, en algún rincón de nuestro México.
Luego de una semana de intenso trabajo coordinado con las instancias internacionales DEA, FBI, ICE e Interpol, las investigaciones nos llevaron a un domicilio donde se encontraban integrantes de un grupo delictivo.
Como en cada operativo, en el camino intentas adelantarte al escenario que te encontrarás y repasas una vez más la planeación realizada, en este caso con las agencias internacionales; hay sentimientos encontrados que van desde el miedo hasta la adrenalina que solo entiende quien vive para ser policía.
En esta ocasión, la función de mi grupo sería brindar seguridad perimetral en la parte trasera del inmueble, para proteger la operación y a los compañeros que ingresarían al domicilio. Al llegar, cada unidad y policía, tomamos nuestra posición. De pronto, mi compañera y yo nos dimos cuenta que un hombre había saltado de la azotea y comenzó a correr. Sin pensarlo, iniciamos también la carrera. Pasó una cuadra, otra y otra más; comenzó a faltarme el aire, pero sabía que no podía dejar sola a mi compañera.
No sé de donde tomé fuerzas y seguí corriendo. A diferencia del delincuente, nosotras cargábamos con el chaleco balístico nivel cuatro, cargadores extras, botiquín, casco, arma larga y corta. Cada metro parecía una eternidad. Para nuestra buena suerte, era visible que el hombre al que perseguíamos, tenía el tobillo lastimado. Al dar la vuelta en una esquina, de pronto desapareció en una calle solitaria, solamente iluminada por la luz de la luna.
Con solo miradas, nos pusimos de acuerdo para acercarnos a unas escaleras de cemento en las que seguramente se escondía nuestro objetivo. Los tenis blancos lo delataron y de inmediato el Estado se hizo voz: “¡Policía Federal! Salga de ahí”. El delincuente no tuvo más remedio que salir de entre las sombras y atender nuestras instrucciones, mientras lo esposábamos.
Mi compañera y yo habíamos detenido al objetivo principal de la operación, lo que nos mereció el reconocimiento del grupo completo, pues todo indicaba en un primer momento, que había escapado.
Con evidente cara de asombro, los compañeros de otras agencias estaban sorprendidos de nuestra fuerza: ¡Pero es que ellas son tan pequeñas!, exclamaban. Y es que a su lado, parecíamos unas niñas. El esfuerzo había valido la pena, porque junto con la detención, también se había liberado a una persona secuestrada y asegurado un número importante de armas.
Regresamos a nuestro hotel con satisfacción. Pasaron un par de horas y tocaron a nuestra puerta: era nuestro jefe. Nos pidió salir porque los compañeros de las agencias internacionales querían agradecernos de manera personal, “y también quieren tomarse unas fotos con ustedes”.
Sorprendidas e incluso confundidas, nos reunimos en un pequeño salón, en donde ya nos esperaban con pizzas y un distintivo de la Embajada de Estados Unidos que nunca hubiéramos esperado.
Y de eso se trata ser policía, de las satisfacciones laborales y personales que solo se encuentran cuando se protege y sirve a la sociedad.
Sophia Huett