Observadores acuciosos de la Iglesia católica coinciden que tras la muerte de Benedicto XVI (Joseph Aloisius Ratzinger, 16 de abril de 1927-31 de diciembre de 2022), se cierra el ciclo invernal de 35 años que comenzó con el pontificado de Karol Józef Wojtyła (Juan Pablo II, 1978-2005) y que concluyó con la renuncia a la sede de Pedro de su mancuerna en febrero de 2013, abriéndose una nueva etapa con la elección de Francisco (Jorge Mario Bergoglio) el 13 de marzo de 2013: del invierno involutivo del impulso que trajo consigo el Concilio Vaticano II, despertó una primavera eclesial.
El Concilio Vaticano II (1962-1965) abrió la puertas de la Iglesia católica desde distintos frentes: en la recuperación de la Iglesia que privilegia su naturaleza como “pueblo”, más que jerarquía, su relación con el mundo y otras confesiones religiosas, la celebración y ejercicio de su fe (liturgia), la recuperación de lo local (iglesias diocesanas y conferencias episcopales) frente a lo universal, una Iglesia que es “luz de las gentes”, pero a la par, inseparablemente, hace suyos los “gozos y las esperanzas”.
En ese evento, kairós eclesial, coincidieron en el tiempo y espacio Wojtyła como obispo auxiliar y luego arzobispo de Cracovia, Polonia, y el joven teólogo Ratzinger, en calidad de perito asesor del cardenal Josef Frings, de Colonia, Alemania. Si bien hay registros que llevaron a destacar y catapultar a Ratzinger en el Concilio, no así fue con Wojtyla. Los referentes teológicos fueron otros: Karl Rahner, SJ; Yves Congar, OP; Henri-Marie de Lubac, SJ; Marie-Dominique Chenu OP; Edward Schillebeeckx, OP; Hans Küng, por citar sobresalientes.
El Concilio, abierto por Juan XIII, pero conducido y luego aplicado por Pablo VI, abrió impulsos locales, en particular en América Latina, con el desarrollo de teologías y prácticas eclesiales no centroeuropeas.
La transición eclesial, como toda crisis (en su sentido original griego), se manifestó con tensiones y contradicciones en la apertura de nuevos caminos y horizontes al interior de la Iglesia: evolución e involución, avance y retroceso, apertura y cerrazón, luces, sombras.
Frente a la incertidumbre del cambio, se impuso el anclaje en las seguridades; un freno conciliar se comenzó a tejer a partir de 1979 con la presencia de Juan Pablo II en México para la Asamblea del Episcopado Latinoamericano (CELAM III) que terminó cerrando el impulso desarrollado en 1968 por el Episcopado Latinoamericano en Medellín, Colombia, que llevó a la “opción por los pobres”, y Puebla la matizó haciéndola “preferencial” en lo discursivo.
Dos años después (1981), Juan Pablo II se llevó al Vaticano al ya arzobispo de Múnich y Frisinga y joven cardenal Ratzinger para que condujera la poderosa, segunda después de la Secretaría de Estado del Vaticano, Congregación para la Doctrina de la Fe, y a su vez presidente de la Comisión Teológica Internacional y la Pontificia Comisión Bíblica.
Al llegar a ese dicasterio vaticano, Küng y Schillebeeckx ya estaban en entredicho por la Congregación, pero luego, tres años después, en la mira quedó Leonardo Boff, OFM; Schillebeeckx bajo constante “revisión”, y llamados al “silencio” otros teólogos. Sin embargo, la posición más llamativa, en la que se abarcó el desarrollo de teólogos latinoamericanos como Jon Sobrino, SJ, fueron las instrucciones “Libertatis nuntius” (1984) y“Libertatis conscientia” (1986), sobre la teología de la liberación.
De manera simultánea, mucho del magisterio de Juan Pablo II, hasta su muerte (2005), fue escrito a “cuatro manos” bajo el influjo de Ratzinger. Así, entre Juan Pablo II y Benedicto XVI se registró una continuidad en el ejercicio petrino de conducción de la Iglesia, conteniendo el impulso del Concilio Vaticano II.
Al llegar los albores del siglo XX, Juan Pablo II, disminuido, comenzó a dejar de gobernar. La corte vaticana, enquistada poco a poco de la estructura central y conducción de la Iglesia, se apoderó de la Iglesia: la promoción de nuevos obispos y la colocación de los incondicionales en Iglesias líderes y fuertes económicas, así como del sistema financiero con capitales extranjeros; aunado a ello, la protección de incondicionales que solaparon o fueron autores de crímenes y abusos en contra de menores.
Con Benedicto XVI, la pederastia y corrupción financiera emergió sin posibilidad de contención. Intentó afrontarlo, pero los “lobos”, como los llamó el propio Papa, tendían el control. No pudo más, la edad y las circunstancias lo llevaron a tomar la decisión más honesta: hacerse a un lado.
Los seguidores de Benedicto se reagruparon, pero no pudieron contra la emergencia de lo que a la postre sería un “golpe de timón” en la barca de Pedro con la elección de Francisco.
Significativa la imagen del primer encuentro de Francisco con Benedicto XVI en Castelgandolfo: los dos en una pequeña sala y en la mesa central una caja con documentos: la radiografía de la Iglesia católica.
Francisco, consciente del reto, lo enfrentó: creó un Consejo de Cardenales para reformar-purgar la Curia Vaticana retomando la eclesiología del Concilio Vaticano II (que con Juan Pablo II y Benedicto XVI, más que releerla la habían hecho a un lado incluso en sus referencias magisteriales), dio profundidad a los cambios económico-financieros del Vaticano, así como el cáncer de la pederastia que Benedicto XVI comenzó. Los “lobos” inmediatamente reaccionaron poniendo en duda la legitimidad de la elección de Francisco y su ortodoxia doctrinal, acogiéndose en la figura de Benedicto XVI, el cual, se mantuvo al margen, con lo que sirvió de “pararrayos” a Francisco.
Ahora, Benedicto XVI ya no está. Los “lobos”, se prevé, anticipan emprender una nueva embestida en dos frentes: impulsar reformas a la normatividad del proceso de elección de un nuevo Papa y sobre todo, boicotear el Sínodo universal previsto originalmente para octubre de este 2023, pero que se ha diferido para 2024 ante los movimientos que realiza la Iglesia en Alemania y las resistencias-bloqueos que se mueven desde el ala más conservadora de Estados Unidos.
Francisco, ahora, conducirá la Iglesia más solo, aún sin vivir encapsulado en los Palacios Pontificios como sus antecesores. Su esperanza, cuando los años comienzan a pasarle la factura natural, descansará en la Iglesia “pueblo de Dios”, la de la periferia, no en la Curia Vaticana. Los próximos meses marcarán el estatus y rumbo de la Iglesia: se mantendrá su primavera, o habrá un cambio climático a lo gélido. Se consolidará la Iglesia “en salida”, “en las periferias existenciales”, menos clerical, de obispos-pastores con olor a ovejas, u obispos con olor a euros, dólares y recluidos en palacios. ¿Y la Iglesia mexicana?
Rubén Alonso
Twitter: @jrubenalonsog