La gente, por lo que parece, no vota por programas ni por propuestas concretas de políticas públicas sino que responde a los mensajes –eslóganes, propagandas o proclamas— que mueven sus emociones.
Las campañas electorales no son entonces asunto de exponerle a los ciudadanos cómo va a funcionar la administración pública sino de encandilarlos con frases pegajosas y las promesas de siempre.
Ningún político avisa de que lo primerísimo que tendría que hacer –digo, teniendo el propósito de llevar bien la cosa pública y no de sacar meramente provecho personal del cargo— es aumentar los impuestos, o cobrárselos a más gente, para implementar ayudas, justamente, a los sectores desfavorecidos de la sociedad.
La política, en su versión más nefaria y rastrera, se desentiende totalmente de comunicar la verdad y se dirige en exclusiva al cultivo de la popularidad como si la gestión del aparato gubernamental no fuera una cuestión primordial, y algo muy serio, sino un espectáculo.
Los votantes, a su vez, renuncian al ejercicio de sus facultades ciudadanas al sacrificar la información –los datos duros, los números, los resultados y los hechos mismos, o sea, lo que verdaderamente importa— en el altar donde se consagra el carisma: prefieren al candidato rozagante y al que no exhibe donaires lo descartan como si llevar los asuntos de una nación no fuera, justamente, tarea para un sujeto disciplinado y de grisácea personalidad en vez de un encargo desempeñado por personajes desaforadamente protagónicos y adictos a los reflectores.
La oposición de este país, de cara a las elecciones de 2024, se enfrenta a la disyuntiva de construir un candidato de peso para competir con quien termine siendo bendecido por la aquiescencia presidencial y, en esa privilegiada condición, benefactor directo de la gran popularidad del actual mandatario. La cuestión, sin embargo, es doblemente complicada en tanto que ya no es siquiera asunto de elaborar un discurso equilibrado y sensato: el gran tema es fabricar una figura con las dotes para el encantamiento que se necesitan en esta muy extraña república del embeleso y el embrujo. Aquí preferimos las altisonancias de la demagogia en lugar de tomarnos la molestia de hacer el corte de caja. Y así nos va…