Es tal vez un fenómeno universal —habría que preguntárselo a los japoneses, digamos, o a los naturales de Nueva Zelanda— pero, por lo pronto, los mexicanos nos solazamos en la fantasía de que nuestros políticos, cuando logran por fin auparse a un cargo de mínima relevancia, no van por su cuenta, o sea, que no se manejan solos sino que siempre tienen a otro personaje detrás, el que de verdad mueve los hilos por haber sido el encargado directo de colocarlos en el ambicionado puesto (en su privilegiada condición, desde luego, de supremo decididor de todas las cosas). No sería entonces cuestión de ceremoniosas reverencias sino asunto de simple agradecimiento.
Del satanizado Carlos Salinas de Gortari —un hombre, dicho sea de paso y con perdón, que tuvo una idea muy clara de la significación del Estado— se sigue diciendo que es el jefe de jefes, el que maneja a todos los demás. Bueno, no a los blanquiazules que protagonizaron la mentada alternancia ni tampoco a los asoleados aztecas (antes de que el embrujo de Obrador embelesara a la izquierda nacional y de que ese encantamiento llevara al sacrificio del Partido de la Revolución Democrática en el altar de Morena) sino a los priistas de cepa pura, porque los usos verticales del antiguo partido oficial —eso que llaman la “línea” y que, en los hechos, vendría siendo la absoluta subordinación de los militantes a los mandamases de turno— determinaron, durante décadas enteras, el culto al hombre fuerte. Los sucesores, por lo que parece, no pudieron nunca librarse de tan imperioso dominio.
No resulta tan creíble este comadreo porque, después de todo, la traición está a la orden del día precisamente en los lodazales de la política: abundan las historias de descarnadas deslealtades y puñaladas traperas. Pero el mito del personaje maquiavélico que opera en las sombras para promover sus muy exclusivos intereses sigue estando muy arraigado en una cultura, como la nuestra, alimentada en permanencia de sospechas y maliciosas suspicacias. Una creencia sustentada, además, en la acendrada tradición de los mandatarios priistas de nombrar ellos a su favorecido, el famoso “dedazo”.
Retornados ahora a esos tiempos, ¿qué podemos conjeturar sobre los futuros quehaceres de la heredera designada?