A Estados Unidos sí habría que tenerle miedo. El temor no es un sentimiento que puedan exhibir los bravucones de cantina y para los machos patrioteros es una vergonzante forma de debilidad. Pero, qué caray, estamos hablando, en lo que toca a nuestros vecinos del norte, de la nación más poderosa del planeta.
En su momento, unos japoneses demasiado soberbios se creyeron que podían plantarle cara a los estadounidenses en sus propias narices. Pues, ¿qué pasó? Dos bombas atómicas, señoras y señores. No una. Dos, en Hiroshima y Nagasaki. ¿Miedo? Terror, más bien. A los pocos días, Su Majestad Imperial Hirohito firmó la única rendición habida en el Imperio del Sol Naciente en sus dos mil años de historia.
Es cierto que la práctica destrucción de Alemania y la consecuente derrota de Hitler fue un trabajo conjunto de los soviéticos y los países aliados pero el papel de la gran nación norteamericana fue decisivo. Hay que hablar, ciertamente, de los tropezones y ahí no se puede soslayar el fracaso de los estadounidenses en Vietnam (aunque, si lo piensas, hubiera sido tal vez preferible, para los comunistas, renunciar de entrada a sus designios y adoptar alegremente la economía de mercado evitándose, de paso, la muerte de cientos de miles de compatriotas suyos, las comarcas arrasadas por el napalm, el sufrimiento y el horror). Tampoco fue demasiado edificante el desenlace de lo de Iraq aunque no se puede dejar de reconocer, en este caso, el formidable despliegue de poderío militar.
Luego de estas simplificaciones tan burdas el tema no es imaginar siquiera una invasión estadounidense o, digamos, la pérdida de Baja California o la entrega de la península de Yucatán. Eso ya ocurrió en la guerra de 1848 del siglo antepasado y nos quedamos, con el perdón de los pendencieros de sobremesa, sin la mitad del territorio nacional, por si no se habían enterado de quién es el grandulón del barrio en estas latitudes (y, sí, miren cómo tiemblo).
El asunto es que en nuestra condición de pedigüeños perpetuos de permisos de residencia y habiendo consagrado la oleada de remesas como un logro portentoso del actual régimen, por ahí iría justamente la cosa: los yanquis pueden no sólo dejar de conceder más autorizaciones sino expulsar pura y simplemente a millones de mexicanos indocumentados. Pregúntenle a la señora encargada de la Secretaría de Economía, si me hacen el favor, qué haría con toda esa gente. No tan drástico pero devastador como un huracán de pesos y centavos sería que a las mentadas remesas les endosaran un impuesto a pagar: menos dinero para todas esas familias mexicanas que subsisten, miren ustedes, gracias a lo que les mandan los esforzados compatriotas que laboran en el país del cual con tanto desenfado nos burlamos.
El antiyanquismo tiene un precio. Muy barato en la retórica y altísimo en los hechos. ¡Bu!