El Estado humanista invierte sus recursos en las personas. Hay muchos renglones a los que se puede dirigir el gasto público —entre otros, la defensa nacional, la infraestructura o el pago de la deuda— pero en sectores como la educación o la salud las acciones del Gobierno tienen un impacto directísimo en la cotidianidad de los ciudadanos.
El combate a la pobreza se sustenta, justamente, en la aplicación de políticas públicas encaminadas a cambiar, a mediano plazo, las condiciones de vida de la gente. El asistencialismo que impulsan los populistas mitiga ciertamente las durezas de la existencia de sus beneficiarios pero no cambia de fondo su realidad: de lo que debiera tratarse es de proporcionarles herramientas para poder integrarse a los procesos productivos, no de perpetuar su situación a punta de dádivas. Estamos hablando, en lo que toca a este modelo, de un mero mecanismo de transferencia de dineros de un sector a otro porque esos peculios que tan generosamente reparte el Estado filantrópico se los tuvo que cobrar con anterioridad a quienes pagan impuestos por generar riqueza.
El gran y muy morrocotudo problema del socialismo estatista es precisamente ése: al confiscar los medios de producción y prohibir la propiedad privada, el Estado —burocratizado, ineficiente, mal administrador y ofuscado por la preeminencia de la ideología por encima del más elemental pragmatismo— termina por quedarse sin recursos. Carece del dinero que brota naturalmente de la economía de mercado y no reparte otra cosa que miseria al prohibir a sus vasallos las más básicas actividades comerciales.
El tema, en un país como el nuestro, es que el repudio social al capitalismo de amiguetes y el revanchismo que surge paralelamente entre quienes sobrellevan la injusticia de la desigualdad ha propiciado la instauración de un régimen cuya divisa cardinal es el socorro a los sectores más desfavorecidos pero que en los hechos está implementando políticas públicas que no ayudarán a reducir la pobreza.
El problema es complicadísimo, desde luego, pero el primer paso sería invertir masivamente en mejorar la educación de los mexicanos. Y, caramba, el quitar las escuelas de tiempo completo, el desmantelar una reforma educativa que buscaba elevar el nivel de la enseñanza y el atender las espurias demandas del más descompuesto sindicalismo en lugar de salvaguardar los sacrosantos intereses de los niños de la nación, eso no es construir un futuro mejor ni transformar para bien a un país sino condenarlo a una funesta sentencia de pobreza.
A nuestros chicos se les enseña ajedrez por las tardes, se les ofrecen clases de música, se les da una buena comida al mediodía y se les proporciona una educación de excelencia, no se les deja en escuelas malolientes y desvencijadas en manos de maestros displicentes. Ah, y también se les vacuna, si son tan amables...
Román Revueltas Retes
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