El populismo, antes que nada, es complaciente con sus clientelas. De lo que se trata es de aparecerse en el escenario como un protagonista generoso en oposición a los ruines e insensibles mandamases de siempre, esos “ricos y poderosos” que detentaban el poder antes de que el advenimiento de un líder providencial le diera un vuelco a las cosas.
La hostilidad del régimen populista hacia la antigua clase gobernante, hacia las élites y hacia cualquier manifestación de excelencia, es inversamente proporcional a la magnanimidad que les ofrenda a los desposeídos, así sea que esa munificencia no cambie de raíz sus ancestrales estrecheces.
El comunismo es una doctrina que busca erradicar el espíritu emprendedor de los individuos para eliminar de paralela manera la “explotación del hombre por el hombre”. Al empresario no se le atribuyen esfuerzos ni se le reconocen cualidades sino que es reducido meramente a la condición de un sujeto que se aprovecha vilmente de los demás. Este escribidor creció en un hogar en el que resonaba la frase “el burgués implacable y cruel” para calificar al dueño de una fábrica o al comerciante que despachaba sus mercancías.
Los herederos del antiguo colectivismo propalan parecido resentimiento y se erigen, ellos mismos y por su cuenta, en los representantes directos de las clases populares. Su discurso, arropado ahora en la entelequia del “socialismo del siglo XXI”, se sustenta entonces en un divisionismo intrínseco a su acción de gobernar y, en los hechos, se dirige a implementar políticas públicas para entorpecer y frenar los proyectos de la iniciativa privada. Es decir, hay que cortarles las alas a los representantes de la antigua casta de privilegiados.
Al mismo tiempo, estos neosocialistas (el palabro nos sirve de réplica al término “neoliberal”, amables lectores, un verdadero denuesto en estos tiempos) se solazan en el paternalismo y la repartición de ayudas al pueblo que los eligió. En un primer momento pueden aliviar las condiciones de vida de los beneficiarios. Son, sin embargo, medidas que no transforman de fondo el paisaje de la pobreza, ni mucho menos. En el mejor de los casos, y suponiendo que las arcas del Estado fueren una inagotable y perpetua fuente de recursos, se estaría prolongando hasta el infinito una situación de dependencia: esos dineros no crean actividades productivas, no proporcionan mayores cualificaciones laborales y no abren la puerta a nuevas oportunidades. Son apenas un pequeño complemento para mitigar las durezas cotidianas de personas a las que se le ha cerrado fatalmente el camino hacia el bienestar.
Esas políticas son necesarísimas, desde luego. Pero deberían de ser acompañadas de acciones para impulsar inversiones, una mayor competitividad y, antes que nada, una educación pública de primerísimo nivel. Pues, lo que vemos es lo contrario. Y los propios pobres son quienes pagarán los platos rotos al final.