Si el infortunio que sobrellevan los pobres se trasmutara en un mandamiento, debidamente aderezado de moralidad, de no disfrutar los placeres que ofrece lo material, entonces no habría ya prácticamente nada en este planeta salvo un edén habitado por el buen salvaje, una entelequia tan irreal como utópica.
O sea, ni viajes a Alaska en cruceros (tampoco turistas desembarcando en Cozumel o la Riviera Nayarita en beneficio de las economías locales), ni restaurantes de postín, ni autos deportivos, ni teléfonos inteligentes, ni ropa de marca, ni costosas gafas de sol, ni bolsos elegantes, en fin, todos los bienes y servicios que ofrece la sociedad de consumo desaparecerían para dar paso a la más igualitaria de las civilizaciones posibles.
Es, de hecho, lo que ocurre en naciones como Cuba o Corea del Norte: no hay nada allí, la gente pasa hambre, carece de productos tan elementales como el papel higiénico o el agua embotellada y, encima, no puede siquiera ejercer sus derechos ciudadanos.
El revolucionario izquierdoso pretende ser muy sensible a la pobreza de sus semejantes y adopta entonces una postura de permanente condena “a los ricos”. Pero cuando deja su primigenio papel de justiciero y se trasmuta en un abusivo comisario expropiador el resultado no es una mejoría en las condiciones de vida de los más desposeídos sino el empobrecimiento universal de la población (exceptuando, desde luego, a los sujetos que ocupan los puestos más altos en la jerarquía partidista y a quienes detentan el poder político: viven como reyes porque, muy astutamente, monopolizan descaradamente los pocos sectores en que pueda haber ganancias y se apropian a la torera de los bienes públicos pretextando que lo hacen por el “bien del pueblo”).
El discurso de los paladines de la 4T es también cumplidamente pobrista. Sus adalides se solazan en el denuesto de los fifís y denuncian incesantemente al neoliberalismo por favorecer, dicen, a una minoría de privilegiados. Pero escarbas un poco y descubres, en todos y cada uno de ellos, los mismos apetitos y las mismas codicias.
Eso, y no andar en los pasillos de un supermercado de lujo, es lo que criticamos quienes, sin mayores ambages ni reservas, nos declaramos alegremente “aspiracionistas”. Eso, y nada más.
Román Revueltas Retes