El poder nunca ha sido bondadoso ni mucho menos. La historia de la humanidad es un escalofriante recuento de abusos perpetrados por potentados de todo pelaje, desde emperadores, reyezuelos y señores feudales hasta clérigos transmutados en feroces perseguidores de los demás.
Doña Iglesia ya no mata en estos tiempos —ese privilegio lo detentan ahora los islamistas, torvos fanáticos recién desembarcados de las más oscuras épocas medievales— pero en su momento mandaba quemar vivos a quienes se atrevían a cuestionar sus dogmas. Y buena parte de la sangre que se ha derramado en este valle de lágrimas ha corrido por cuenta de una cristiandad que, evocando la figura del supremo salvador —vaya paradoja, siendo que Jesús promulgaba la buena palabra y el amor a los semejantes—, acometía guerras religiosas al menor pretexto.
Naturalmente, en un exhaustivo recuento de las pavorosas atrocidades acontecidas a lo largo de los siglos, la factura global no correría por cuenta de los cruzados, los ejecutores de la Santa Inquisición o los sátrapas investidos de una muy oportuna santidad, sino que la barbarie se remonta a la noche de los tiempos, por así decirlo, a los días en que la figura del poderoso —el jefe de la tribu, el cacique del clan o el guerrero más ambicioso de la comarca— comenzó a delinearse en el horizonte.
El sello indeleble de la andanza humana es la opresión: las pirámides de la antigüedad fueron erigidas por esclavos y las labores de quienes construyeron el canal de Suez o tendieron vías de ferrocarril en los territorios colonizados de África fueron casi tan inclementes, como duras son, hoy mismo, las condiciones de millones de operarios.
El proceso civilizatorio ha mitigado grandemente el dolor de los humanos, así sea que no vivamos todavía en el mejor de los mundos. Pero, si en algún momento los niños dejaron de trabajar 14 horas al día durante la Revolución Industrial fue, justamente, porque a alguien le importó la suerte de esos pequeños.
Nuestro acontecer también ha estado marcado por la presencia de individuos de gran corazón y sus generosas batallas han edificado, a su vez, un portentoso palacio moderno: el templo de la justicia, señoras y señores, con sus leyes y sus constituciones, es decir, con sus derechos para los ciudadanos.
¿Ese monumento es el que ahora quiere derrumbar el régimen de la 4T?