En un debate radiofónico sobrevolaban argumentos sobre la credibilidad de Donald Trump. Algunos de los participantes se preguntaban si el hombre podría todavía apuntalar un mínimo entramado de certidumbres o si, por el contrario, muy pronto habría de tirar todo por la borda al seguir escenificando constantes retractaciones, anulaciones y enmiendas a sus bravatas comerciales.
El presidente de los Estados Unidos ha lanzado amenazas de aranceles unas… sesenta veces desde que la imposición de sobreprecios a los productos que adquieren sus conciudadanos —porque de eso se trata, miren ustedes, de un impuesto aplicado a los compradores en su propio país— se convirtiera en una suerte de juguete favorito suyo, una fórmula para engolosinarse en el papel de matón que tanto le gusta.
Por lo pronto, en lo que toca a la referida credibilidad, los mercados parecieran no responder ya a los desplantes del peleón mandatario y algunas naciones no dan tampoco la impresión de estar demasiado amedrentadas. China, para mayores señas, evoca su cultura milenaria y, en un ejercicio ejemplarmente confuciano, se dice dispuesta a dejar pasar el tiempo pero avisa, desde luego, que no se va a quedar cruzada de brazos.
Mark Carney, el primer ministro canadiense llegado al poder, paradójicamente, gracias a las arremetidas del mandatario estadunidense en contra de la nación vecina (su contrincante en las elecciones, Pierre Poilievre, era el gran favorito pero los votantes asociaron sus posturas derechistas a la figura del sujeto que tanto los agraviaba —lo de que su nación soberana se convirtiera en otro más de los estados de la Unión Americana les pareció punto menos que insultante— y prefirieron entonces a un candidato de corte declaradamente liberal), Carney, repetimos, no se ha doblado ante el bully neoyorkino y ha inclusive concitado sentimientos muy patrióticos entre sus gobernados.
Los líderes de los países de la Unión Europea, por su parte, han sido muy prudentes (necesitan de la asistencia militar de la gran potencia, sobre todo en estos tiempos) pero han mostrado, a la vez, una ejemplar dignidad.
O sea, que a Trump han dejado de creerle o, por lo menos, los actores económicos no reaccionan mercurialmente a sus bravuconerías. Eso sí, todavía mete (algo de) miedo el tipo.