Para entender el tema de la inseguridad –o sea, descifrar cómo es que hemos llegado hasta aquí, a la siniestra realidad de los secuestros, las extorsiones, los miles y miles de desaparecidos, los cadáveres que cuelgan de los puentes, los cotidianos asesinatos de mujeres y el horror de la violencia criminal— nos tenemos que remontar hasta los tiempos en que la sociedad mexicana, de la mano de una clase política que se desentendió del bien común porque su interés primero era perpetuarse en el poder, se amoldó interesadamente a una suerte de deshonestidad colectiva sin prever las consecuencias que llegaría a tener su desenfadado desprecio por los valores morales.
El fracaso del proyecto educativo nacional es evidente pero el descalabro en la transmisión de principios y en la cimentación de ciudadanía es tanto o más determinante en la inquietante deriva de este país hacia la barbarie. Y no es asunto, al contrario de lo que podría pensarse, de que el Estado no haya dedicado recursos públicos al renglón de la educación sino que el gasto se disolvió en una madeja de políticas clientelares y prácticas corporativistas: los beneficiarios designados nunca fueron los estudiantes de la nación sino un gremio magisterial cuya adhesión al régimen debía ser asegurada.
El rigor necesario a la educación de calidad se sacrificó en el altar del asistencialismo: los estudiantes de las clases populares no debían ser sometidos a las durezas de una educación severa sino que merecían un trato permisivo y los maestros, a su vez, no tenían tampoco que cumplir con los rigurosos requerimientos de una formación profesional de alto nivel sino que les fueron aseguradas condiciones de conveniente benignidad.
De paso, se suprimió del currículo escolar una asignatura llamada Civismo y se cancelaron también los talleres de artes plásticas y sensibilización artística, por no hablar de unos horarios de enseñanza –turnos matutinos y vespertinos en lugar de una jornada completa— que llevaron a que el colegio dejara de ser esa especie de segundo hogar donde los chicos aprenden, conviven, comen al mediodía, practican deporte por las tardes o juegan ajedrez.
Hablando de políticas públicas, ahí fue donde faltaron los abrazos. Ahora lo que tenemos son balazos.