La malignidad del capitalismo llegó a ser tan palmaria –la explotación del hombre por el hombre, la codicia del empresario, los salarios de miseria y los infantes trabajando en durísimas condiciones en las factorías surgidas en los albores de la Revolución Industrial— que se aparecieron en el horizonte Marx y Engels para darle a conocer al mundo un tal Manifiesto Comunista cuyos postulados habrían de servir, paradójicamente, para luego instaurar regímenes dictatoriales que llevaron a la muerte a millones de seres humanos. Stalin y Mao Tse-Tung son los genocidas más grandes de la historia: entre los dos exterminaron a más de 100 millones de personas (23 millones el primero y 78 millones el otro): causaron terribles hambrunas al colectivizar la producción agrícola, ejecutaron sin mayores ambages a individuos perfectamente inocentes y crearon campos de trabajos forzados para deportar a los ciudadanos y reprimir así cualquier atisbo de oposición.
El fracaso del modelo, sin embargo, resultó más que evidente con la caída del Muro de Berlín y la adopción prácticamente global de la economía de mercado. La propia República Popular China ha implantado una suerte de capitalismo de Estado que ha sacado de la pobreza a una gran parte de la población.
Uno pensaría, entonces, que el debate se ha cerrado y que un sistema que prohíbe el comercio al tiempo que suprime las libertades más esenciales es absolutamente condenable. Pues no, miren ustedes. Se ha presentado un fresco actor en el escenario, un espantajo llamado “neoliberalismo”. O sea, que los antiguos denunciantes y los nostálgicos del totalitarismo comunista ya tienen en sus manos una causa a la medida y pueden, de tal manera, volver a sus controversias de siempre y señalar a nuevos enemigos de clase. Pero, sobre todo, disponen de un gran pretexto: en tanto que al mentado neoliberalismo se le adjudica la infamante potestad de saquear la riqueza de las naciones, de favorecer a una minoría de privilegiados y de provocar una gran desigualdad social, sus opositores pueden validar entelequias como el “socialismo del siglo XXI” bolivariano y hasta cuestionar los principios mismos de la democracia liberal. Venezuela y Nicaragua ya tomaron ese camino. ¿Quién sigue, en Latinoamérica?