Somos hijos del resentimiento. Desde muy temprano, porque nos la azuzaron en la escuela, sentimos la rabia de haber sido avasallados por un invasor venido de tierras lejanas. A sangre y fuego, hombres blancos y barbados destruyeron toda una civilización, la nuestra, y no sólo nos impusieron sus costumbres y su religión sino que nos rebajaron colectivamente a la indigna condición de siervos explotados. Se llevaron además nuestras riquezas, la plata y el oro atesorados en las entrañas de nuestro suelo patrio, dejándonos tristes migajas hasta que pudimos despertar como nación, hace 200 años, para librarnos del yugo colonialista.
Por si no hubiera sido ya demasiado, otro poderoso invasor nos arrebató la mitad del territorio a mediados del siglo XIX en una guerra injusta y desigual. A ese extraño enemigo lo tenemos que seguir combatiendo porque, como bien dijo el señor Díaz-Canel, presidente de la hermana República de Cuba, en el discurso que pronunció como invitado de honor en estas últimas celebraciones patrias, el antiguo ocupante está muy seguramente detrás del “proyecto de recolonización neoliberal que se nos intenta imponer”. O sea, la cuestión es que ya fuimos colonizados una vez cuando aconteció “la terrible conquista […] con matanza y destrucción sin freno” que perpetraron “las tropas españolas […] al mando de Hernán Cortés” pero que ahora mismo, porque la historia siempre se repite, debemos oponer resistencia a los embates de quienes pretenden recolonizarnos. Los neoliberales, para mayores señas, y no es una mera casualidad que su perversa cruzada se sustente en los principios propalados en el llamado Consenso de Washington.
Con tamaños antecedentes, al pasado lo seguimos evocando machaconamente en el presente. Es más, el simple trámite de reconocer una identidad colectiva y compartida se vuelve, para muchos mexicanos, un asunto de cuentas pendientes, de ofensas, de rencores y de desquites. De ahí, de nuestra permanente e inmutable naturaleza de agraviados, se nutre el trastorno público de invocar, una y otra vez, el principio supremo de la soberanía como un eje rector de la vida nacional y, consecuentemente, el permanente rechazo a lo exterior. El discurso de la 4T en contra de los inversores extranjeros (españoles sobre todo, aunque las corporaciones canadienses y las de los Estados Unidos se lleven también su parte) se alimenta igualmente de nuestro ancestral victimismo y, finalmente, la retórica nacionalista se conecta directamente con los rencores de siempre, dirigidos hacia quienes vienen “a saquearnos” y a explotar inmisericordemente nuestros “recursos estratégicos”.
No transitaremos hacia la modernidad si seguimos empantanados en los enconos y las aversiones. El problema, desafortunadamente, es que al resentimiento se le puede sacar mucha rentabilidad política.
Román Revueltas Retes