En la era del descontento, los políticos inescrupulosos propalan deliberadamente un discurso de soluciones fáciles, promesas y denuncias (es obligado señalar siempre a un enemigo a quien se pueda culpar de lo que no anda bien y hacia quien se canalice el resentimiento de la gente) que a los inconformes les resuena como un canto de sirenas.
Resulta un tanto extraño que sean precisamente los más decepcionados –si es que alguna vez estuvieron mínimamente ilusionados con lo que el mundo les pudiere ofrecer— los que parecen engancharse a la perorata de la esperanza pero la cosa se vuelve más entendible al constatar que el paraíso no es el único ingrediente de la receta sino que el asunto gira, sobre todo, en torno al rencor.
El populista decreta: tráiganme a un resentido y yo lo transformo en un fiel seguidor. O, mejor aún, en un votante tan incondicional como resistente a los embates de la realidad. El entorno cotidiano no ha cambiado –o puede estar incluso peor que antes—y los problemas no se han ido, siguen ahí como siempre, pero ahora las adversidades se pueden explicar repartiendo culpas, fabricando enemigos y acusando a los adversarios del líder providencial.
El precio a pagar por el divisionismo es altísimo porque los valores del sistema democrático necesitan ser reconocidos a través de consensos y acuerdos sobre lo que es verdaderamente importante para una sociedad. El enojo ciudadano, justamente, lleva a una pérdida de bienes comunes porque el calculado y permanente embate contra el opositor es también una estrategia de derribo de las instituciones que presuntamente representa. La acometida no se dirige únicamente hacia los disidentes sino que el blanco del atacante es la propia estructura pública, señalada como la gran responsable de un orden injusto. Al final, cuando la tarea de acoso y derribo institucional ha sido consumada, los habitantes de la nación son los primerísimos en padecer las consecuencias: así de criticable y repudiable que pareciere el modelo anterior, resulta no sólo que garantizaba derechos sino que era una construcción diseñada para limitar los alcances del poder político y evitar, de tal manera, la concentración de facultades en una sola persona. La rabia es muy mala consejera.