La consulta que tuvo lugar anteayer para que los votantes pudieran cancelar anticipadamente el mandato del Presidente de la República sólo tenía sentido si el resultado hubiera reflejado, justamente, la desaprobación mayoritaria de los ciudadanos.
Se formuló la cuestión como una “pérdida de confianza” a la figura presidencial y no como una calificación negativa de los resultados de un gobierno. Pero el planteamiento de la disyuntiva revocatoria, llevado al extremo de organizar formalmente un proceso electoral, no surgió nunca de una exigencia de los mexicanos sino, extrañamente, del propio régimen que detenta el poder.
Con este propósito en la mira, el partido oficial se las arregló para que sus representantes populares impulsaran modificaciones a la Constitución y que la antedicha consulta popular alcanzara entonces el rango de unas elecciones generales.
El asunto es que esos mismos promotores de un ejercicio pretendidamente democrático le negaron al organismo encargado de llevar a cabo las votaciones los recursos que necesitaba. No sólo eso sino que, a medio camino, formularon la propuesta original en otros términos y lo que iba a ser una “revocación” terminó siendo, por lo menos a nivel propagandístico, una “ratificación”, o sea, una ocasión para que el pueblo exhibiera su apoyo al mandatario.
Por eso mismo, porque los ciudadanos jamás solicitaron interrumpir la gestión de un presidente al que le habían otorgado un periodo de seis años en el momento de elegirlo y porque la jornada en la que se iba a proceder a la revocación originaria terminó siendo una suerte de maniobra política, por eso mismo, repito, a la oposición no le interesó participar en el proceso, por más que apareciera como una oportunidad para expresar, en las urnas, su rechazo al orden actual.
Hay que repetirlo: los mexicanos, en su momento, eligieron democráticamente a un presidente para que gobernara hasta el último día del periodo pactado en las normas constitucionales. Lo que vino después no figuraba en ese acuerdo original.
En fin, el asunto ahora es que el INE, acusado por el régimen de la 4T de haber echado a perder la fiesta, no acabe pagando los platos rotos. Nos toca, a los ciudadanos, defender, a capa y espada, a nuestro gran organismo democrático.