Política

Valorar lo que tenemos/ II

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Muchas leyes no se cumplen y muchos reglamentos no se acatan —sobre todo en un país, como el nuestro, carente de las necesarias certezas jurídicas— pero los principios inscritos en las Constituciones de las naciones verdaderamente democráticas llevan, todos ellos, el signo del proceso civilizatorio y testimonian de un indiscutible humanismo, en oposición a los duros e implacables preceptos inscritos en los códigos de los tiempos pasados.

La justicia ha terminado por abrirse paso en el ámbito legal y apenas algunos países —como aquellos en los que sigue vigente la pena de muerte— siguen manteniendo ordenanzas abiertamente crueles y contrarias al espíritu de la modernidad.

Es muy importante poder apreciar la diferencia entre la consumación de un acto bárbaro por cuenta propia —es decir, al margen de la legalidad y en abierta contravención a los principios que rigen la vida civilizada en una sociedad— y aquellas violencias que pudieren atribuirse al Estado como un ente ejecutor de abusos y arbitrariedades.

Estamos a punto de ganar globalmente la batalla por la tolerancia, aunque en muchos rincones del planeta parezca estar aconteciendo un retroceso en los usos y las costumbres: hoy día, se discuten abiertamente, en los recintos legislativos, cuestiones como el matrimonio entre parejas del mismo sexo o hasta la posibilidad de que esos cónyuges pudieren adoptar niños, siendo que la homosexualidad era considerada un delito, por ejemplo, en Inglaterra —hasta 1967— o en Alemania —hasta 1994—,  por no hablar de dos países cuya vocación democrática está fuera de toda duda.

Si Galileo Galilei afrontó, al concluir el proceso al que lo sometió la Santa Inquisición en 1633, una pena de prisión perpetua, ello fue porque la Iglesia tenía, todavía en el período renacentista, las facultades para encarcelar a una persona y hasta para quemarla públicamente en la hoguera. La condena fue suavizada y el padre de la ciencia moderna pudo cumplirla en su quinta de Arcetri pero es verdaderamente inquietante que la mera enunciación de una teoría científica mereciere tal castigo por apartarse, presuntamente, de lo que proclaman las Sagradas Escrituras y por desafiar unas creencias que luego resultaron tan falsas que el propio papa Juan Pablo II declaró oficialmente, ante la Academia Pontificia de la Ciencia, que Galileo era inocente de la acusación de herejía que le habían imputado los inquisidores. Esto fue en… 1992. O sea, 359 años después. Un hecho así no pasaría de ser una simple anécdota pero, miren ustedes, lo que iba de por medio era la libertad de un individuo, ni más ni menos, coartada por el oscurantismo y el poder terrenal de los reaccionarios.

Precisamente por eso, porque el maridaje entre la Iglesia y el Estado resulta de un orden, digamos, medieval, es que nuestras leyes no castigan ya penalmente el adulterio ni la homosexualidad ni mucho menos la herejía sino exclusivamente los delitos como tales, es decir, el asesinato, el robo, la extorsión o el secuestro de personas. Garantizan, además, equidad y justicia para los trabajadores, las mujeres y las minorías. ¿Este sistema legal es el que nos parece ahora tan repudiable? ¿Con estos derechos inscritos en las Constituciones habremos de seguir con la habitual cantilena de denuncias, censuras y sempiternas demandas?

El problema es el incumplimiento de los Gobiernos, desde luego y, en este sentido, el descontento ciudadano sería la respuesta natural a una situación en la que uno de los partícipes del contrato, por decirlo de alguna manera, no está haciendo su parte. La rebeldía personal ha sido también el motor del cambio en las sociedades y sería de lamentar que los individuos volvieran su antigua condición de súbditos del poder, acríticos, conformistas y avasallados. Después de todo, las vacaciones pagadas que obtuvo la clase trabajadora francesa, en 1936, se derivaron de huelgas y movilizaciones que paralizaron a la nación entera. El activismo y la protesta social han servido para transformar la realidad y para instaurar modelos más justos. Pero, justamente, las personas desobedecían o se sublevaban esperando una mejoría de las cosas, no para que el mundo estuviera peor. Hoy, no parece que esto esté ocurriendo. Al contrario: en el rechazo desinformado, en la impugnación impulsiva y en la crítica apresurada de todo hay un elemento esencialmente destructivo. Y no sólo porque la gente deja de valorar despreciativa e irresponsablemente lo que tiene sino porque se dispone, precisamente por esa falta de reconocimiento, a sacrificar sus provechos reales en el altar de la demagogia populista, ignorando sin preocupación alguna los hechos concretos y negando selectivamente cualquier dato positivo.

Propiciamos así, como sociedad, el retorno a un universo de derechos disminuidos y menores libertades; dejamos de inquietarnos por el espantajo del autoritarismo; concedemos al poder político prorrogativas que le habíamos negado precisamente para limitar sus atribuciones y prevenir sus excesos. ¿Eso es lo que queremos? 


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Román Revueltas Retes
  • Román Revueltas Retes
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  • Violinista, director de orquesta y escribidor a sueldo. Liberal militante y fanático defensor de la soberanía del individuo. / Escribe martes, jueves y sábado su columna "Política irremediable" y los domingos su columna "Deporte al portador"
Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta página, mismo que es propiedad de Notivox DIARIO, S.A. DE C.V.; su reproducción no autorizada constituye una infracción y un delito de conformidad con las leyes aplicables.
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