Indirectamente y de refilón, Donald Trump ha terminado por hacerle un favor al presidente de México: para empezar, jugó un papel por el que hubiera debido cobrar regalías en la ventanilla correspondiente: el del villano (favorito) que se aparece oportunamente para que el dirigente político de turno pueda concitar la adhesión de su pueblo, necesarísima cuando la nación entera enfrenta la amenaza de una embestida exterior. Hasta sus adversarios de rutina han salido a la palestra para declarar, con la solemnidad de las grandes ocasiones, que no hay que “regatearle” apoyos al primer mandatario y que es hora de la “unidad”. Todos con Obrador, o sea.
En lo que toca a las posibles estrategias para responder a la destemplada ofensiva de ese Trump que no nos quiere ni nos respeta ni nos estima ni nos valora a los mexicanos, por no hablar del abierto desprecio que se le adivina en sus modos, el supremo Gobierno de nuestro país tenía por ahí un par de opciones a su alcance: la primera era negociar con el pragmatismo al que te obliga una coyuntura desfavorable de origen —que fue lo que se hizo— y la segunda, más arriesgada, era la de parecer más belicosos, más desafiantes y más bravucones. Y es que México, miren ustedes, es el primer socio comercial de los Estados Unidos en estos momentos. O sea, que no somos un paisito insignificante al que le puedas poner la pata en el pescuezo así nada más sino, lo repito, el principalísimo cliente de la economía más grande del mundo entero. Esto, lo de tener un intercambio de 500 mil o 600 mil millones de dólares al año con el vecino, nos tendría que otorgar, en automático, un mínimo poder de negociación y una categoría de dignísimo copartícipe, sí señor. The Donald no respeta a nadie, es cierto, en su condición de matón de barrio, pero eso no significa que el hombre tenga que salirse siempre con la suya. De hecho, arremete contra Merkel, Macron y los demás pero se guarda muy bien de exhibir abiertas rudezas cuando tiene enfrente a Putin y a los de su calaña.
Nuestros diplomáticos podían haber jugado entonces las cartas del camorrista que no se deja intimidar por las baladronadas del fanfarrón que se le cruza en el camino, así de fuerte como parezca y así de colosales como puedan ser sus atributos verdaderos. A la amenaza de imponer aranceles a las exportaciones mexicanas y la posterior aplicación de la medida, hubieran podido responder con las correspondientes tarifas a los productos que importamos de la Unión Americana. Los costos hubieran sido muy altos, desde luego, porque en las guerras comerciales no hay ganadores sino un menoscabo económico global. Los estadounidenses, sin embargo, hubieran pagado obligadamente parte de la factura. Y Trump, agitando en un primer momento el espantajo de las antedichas tasas y obligado, después, a cumplir con su palabra —es decir, a darle seguimiento a sus desplantes por la inesperada bravuconería de sus interlocutores— ya no se hubiera enfrentado solamente con los negociadores mexicanos sino con la comunidad de negocios de su propio país —con las agrupaciones de agricultores, con los patrones, con los directivos de las corporaciones multinacionales y con los financieros—, es decir, con esa gran mayoría de adeptos del libre comercio que impulsan la economía de nuestros vecinos.
Pero ¿qué ocurrió? Pues, que cedimos a las exigencias del grandulón. Entre otras cosas, vamos a comprarles más cereales y productos del campo a ellos. Lo ha cacareado, justamente, el mismísimo Trump en uno de sus habituales tweets. Aparece así el hombre como un ganador en la negociación, justo en el momento en que tiene que obtener puntos a favor en la incipiente carrera electoral hacia su reelección como presidente. En vez de pagar los platos rotos de su impulsividad, en lugar de recibir el castigo a su estrechez de miras, el tipo sale premiado, como el iluminado autor de The Art of the Deal. Ah, y, de paso, México se dispone a aplicar crecientes durezas con los emigrantes que se adentran en el territorio nacional para alcanzar las puertas de los Estados Unidos, justo aquellos a los que se les habían prometido bondades al comienzo de la 4T. Fueron moneda de cambio y han sido oportunamente sacrificados en el altar del libre comercio, en lugar de haber tenido que sujetarse, si tal hubiera sido el propósito del Gobierno mexicano desde el principio mismo de este sexenio, a la simple ordenanza de que los países no se invaden, de que las visas se obtienen legalmente y de que México no es una coladera abierta a quien quiera afincarse en los Estados Unidos.
Tenemos así dos ganadores en la contienda: Obrador se erige como el paladín de la unidad nacional, principio elevado donde los haya, y Trump marca puntos ante sus seguidores, gente que se va a congratular de tan clamoroso triunfo estratégico: los agricultores del Midwest, por lo pronto, han salido directamente beneficiados y México, por su parte, será el gran gendarme antiinmigración.
Son muy buenos amigos los dos, en efecto, aunque no hayan salido todavía de copas.