Lo peor sí puede ocurrir. En su momento, nadie hubiera imaginado que el régimen de Chávez llevaría a un país entero a la ruina total. Pues, miren ustedes, ahí está Venezuela, hoy día, sin electricidad, sin productos de primera necesidad, sin dinero y, desde luego, sin esas libertades que los vociferantes de nuestra izquierda cavernaria aprovechan para… ¡denunciar que carecemos de ellas!
El fenómeno de Bashar Ál-Asad es también totalmente asombroso: ha provocado, sin siquiera pestañear, la muerte de medio millón de sus conciudadanos pero ya las potencias del humanitario Occidente comienzan a percibirlo como un mal menor que deberían de seguir soportando en espera de que el portentoso milagro de la normalidad democrática tenga lugar en Siria.
Tampoco se escucharon demasiadas voces que avisaran que Sadam Hussein no poseía armas de destrucción masiva y que no tenía nada que ver con los atentados del 11-S. El Hijo de Bush, así fuere que la NASA le comprobara que el dictador iraquí se hubiera mudado a la Luna, decidió lanzar de cualquier manera una guerra costosísima —150 mil civiles muertos, según las estimaciones más bajas, 4.500 decesos en las fuerzas armadas de los Estados Unidos y la astronómica cifra de tres millones de millones (o sea, tres billones, en castellano) de dólares dilapidados en la aventura militar— para, finalmente, encontrarse con la realidad de un Estado fallido donde, por si fuera poco, la amenaza terrorista, ahora sí, es mayor que nunca antes.
Venezuela, Siria, Irak… No se comparan los números de allá y los de esta parte del mundo, desde luego, porque en nuestro subcontinente ya no sufrimos la dura realidad de la guerra (tenemos cosas buenas, después de todo) sino la mucho más dosificada embestida de la criminalidad pero, en este sentido, tampoco han hecho sus deberes los tiranos bolivarianos: más de 27 mil muertes violentas en 2015, según el Observatorio Venezolano de Violencia, y una tasa de cerca de 90 homicidios al año por cada 100 mil habitantes. Multipliquen ustedes la cifra a lo largo de un lustro y verán que el resultado comienza a acercarse a la siniestra contabilidad que exhiben las naciones en guerra.
Y, bueno, ni hablar de Somalia, Libia, Afganistán o Sudán del Sur, verdaderos infiernos terrenales en los que tampoco parece vislumbrarse un mejor futuro a mediano plazo. En la era más pacífica de toda la historia de la humanidad (esto no debemos de soslayarlo, a pesar de la epidemia de pernicioso negativismo que padecen las sociedades contemporáneas), estas naciones siguen sumidas en la desesperanzadora inmediatez del caos y la violencia.
Ahora bien, aunque las invasiones a tierras lejanas hayan sido patrocinadas por los líderes políticos de Estados indudablemente democráticos —presidentes y primeros ministros elegidos por una ciudadanía en pleno ejercicio de sus derechos (otra cosa que no debemos tampoco olvidar, por más que nos resulten poco simpáticas las imágenes de Bush, Blair y Aznar, arrejuntados en las Azores para lanzarle un categórico ultimátum a Hussein)— los horrores de este mundo no acontecen en las prósperas naciones bendecidas por la democracia liberal sino en esa periferia donde, por la consustancial debilidad de las instituciones y el precario desarrollo político de los sistemas imperantes, cualquier impresentable puede auparse hasta lo más alto del poder: Irak es ingobernable por la descomunal ineptitud de unos políticos dedicados a preservar los intereses de sectas y grupos étnicos totalmente incapaces de acordar una agenda común; el señor Maduro es una caricatura aún mucho más grotesca que su predecesor; Ál-Asad despliega una crueldad digna de un tirano bíblico; y, en Zimbabue, Robert Mugabe, el antiguo héroe de la liberación, se ha convertido en el déspota más longevo del mundo y en un auténtico criminal de Estado.
Muy bien, pero, de pronto, se aparece un tal Donald Trump en el escenario. Y, ya no es en Caracas, ni en Damasco, ni en Harare, ni en Kampala, ni en Bagdad… No, es en Nueva York —y en el resto del territorio estadunidense, porque el tipo anda en campaña—, y esto ya no es un reality show sino que existe la posibilidad real de que el personaje pueda apoltronarse en la silla del Despacho Oval. Y, aunque sus simpatizantes no se hayan dado cuenta de las catastróficas consecuencias que su presidencia tendría para su propio país, nosotros los mexicanos sí que estamos bien avisados: el tipo va a separar a México y Estados Unidos con un muro cuya construcción deberemos de pagar, va a retener las remesas que los trabajadores mexicanos envían a sus familiares, va a poner impuestos a nuestras exportaciones, va a expulsar a millones de inmigrantes, va a revocar el Tratado de Libre Comercio y, en general, va a ser un vecino muy poco amistoso. La amenaza es gravísima. Y, justamente por ello, sí es asunto nuestro. Así las cosas, más vale que vayamos pensando en algo que podamos hacer para pararlo.