Hace unas semanas un amigo describió su estado de ánimo en Facebook: “depresión civil”. Me lo apropié y lo copié en mi muro. Es un desaliento que brotó el 1 de diciembre y continúa con cada día de absurdos, contradicciones e insultos de la estridente presidencia. ¿Habría sido mejor con otro vencedor? Sí. Hay instituciones que nos han costado muchos años de esfuerzo desde los aciagos días de 1968 y que, pese a todo, se consolidaban cada vez más. Hoy están amenazadas por un ansia de poder absoluto.
Hoy por la mañana –28 de diciembre– llamé a Pedro Meyer, que decidió vacacionar solo en la playa en busca de una soledad indispensable para encontrarse consigo mismo. Hablamos de la soledad, de la nostalgia, de las mujeres –pero también de la necesidad de refugiarse eventualmente en uno mismo para pensar en lo que se ha hecho, en lo que viene. “La soledad es la suerte de los espíritus excelentes”, decía Schopenhauer. No se trata de esa soledad en la que no hay nadie en el espejo, que asustaba a Borges, sino de la soledad como una compañía provechosa.
Hablamos también del país. Que no te extrañe, me dijo, la gran mayoría de los mexicanos es conservadora. No sé si una mayoría, pensé, pero sí una porción numerosa, agraviada, resentida, embelesada con el nuevo prócer. Lo escribí antes, en estas mismas páginas (“La regresión”, 26 de junio de 2018).
“Echeverría o el fascismo”, dijo en 1971 Fernando Benítez, secundado por Carlos Fuentes, que añadió que sería “una traición histórica” darle la espalda a un presidente asediado por la derecha priista y, vaya, por el imperialismo. Gabriel Zaid le respondió: “El único criminal histórico es Luis Echeverría”. Aún se podía oler la sangre de la matanza del 10 de junio de aquel año. Hoy, el presidente López –estatista como aquél– arenga contra los “mezquinos y neofascistas” que no aplauden su, cómo no, histórica aventura nacionalista-revolucionaria.
Yo tenía quince años en 1971 y sabía que Echeverría estaba detrás de la masacre de Tlatelolco –a las órdenes de Díaz Ordaz– y de la de San Cosme. Me lo había explicado mi padre, comunista, que en 1968 nos había llevado a pasear a la Universidad Nacional. Mis hermanos y yo conocimos ahí a José Revueltas, que charlaba con estudiantes en un salón de luz mortecina.
Cuando vi Roma, la película de Cuarón –¿por qué no La Roma, que es como se le llama a esa colonia de la Ciudad de México?– reviví las imágenes del ataque asesino de los Halcones a los estudiantes y los largos años que trabajé y viví en el corazón de ese barrio. Primero como corrector en la editorial que mi papá fundó con los escritores Jorge Tenorio, Hugo Argüelles, Adela Palacios, Gerardo de la Torre y otros más, situada en la esquina de Manzanillo y Nayarit. Poco después, al comienzo de los ochenta, tuve mi primer departamento en la calle de Campeche –a un lado del ya desaparecido cine Gloria y frente al pudoroso hotel Paraíso, protegido por un conveniente manto de espesos arbustos. No los vi en esa película, tampoco el enorme cine Estadio ni el Morelia, ni el exuberante mercado de Medellín ni la apretujada cantina La Villa de Sarría, ni las plazas Ajusco o Río de Janeiro y su casa de las brujas. Aunque, es cierto, Cuarón no tenía por qué pintar un fresco exhaustivo y fiel de la Roma; lo poco que se ve, dos calles, la avenida Insurgentes, el cine Las Américas, es convincente, como excesivo es todo lo que retaca en ellas: la desafinada banda de guerra estudiantil, el afilador, el del carrito de los camotes, el camión de la basura, el vendedor de miel y una radio siempre prendida.
No recuerdo esos días y esos años en blanco y negro –ni tan ruidosos–, y no entiendo las razones de Cuarón para filmarla en esos tonos, más propios de filmes de décadas anteriores. En mis memorias aparecen las escenas setenteras en colores deslavados, como las películas en technicolor de aquella época.
Entrañable la silenciosa Cleo –y muy pretencioso el estrafalario cantor en primer plano en la escena del incendio del bosque. Recordé a la hierática doña Luisa, sus trenzas y su rebozo, y a su hermosa hija María, de larga y pesada melena negra, que ayudaban a mi mamá y charlaban animadamente con ella en la cocina de nuestro departamento en la Unidad Independencia, en el entonces lejano sur de la Ciudad de México. También a Carmela, guapa y claridosa, que revisaba mi peinado y mis zapatos antes de irme a la secundaria. Las recuerdo a color y con nostalgia por los años infantiles y adolescentes. Doña Luisa murió, María y Carmela se casaron y yo me fui de la casa. No volví a verlas.
Sigo con esa depresión cívica y tratando de contrarrestar –con poco éxito, ya sin muchas ganas– el complaciente fervor de amigos y colegas en las redes sociales. Es casi imposible. Es como si llevaran puestas anteojeras que únicamente les permiten ver al Presidente embustero pero nada del esperpéntico paisaje que se despliega a su alrededor.
A pesar de sus aires de pureza, no debe olvidarse que López, el primer odiador del país, tiene más responsabilidad que Peña en el crimen de Ayotzinapa.
Pues eso, y feliz año.
Apuntes de fin de año
- Columna de Rogelio Villareal
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Rogelio Villarreal
Monterrey /