Cada año la marcha del 8 de marzo se vuelve más nutrida, más urgente, más cálida. Pero al día siguiente no parece haber sucedido nada; los feminicidios siguen tan rampantes como impunes, las políticas públicas destinadas a paliar la violencia de género son, en la práctica, inexistentes y las instancias que antes ayudaban en algo, como albergues, refugios y guarderías, han caído bajo el austericidio de la administración más feminista de la historia, una cuyo presidente no tiene el menor empacho en sobajar una y otra vez al género: nos llama “corazoncitos” cada que quiere hacernos entender que somos inferiores, chiquitas, frágiles, como niñas que no sabemos lo que decimos, incapaces de regir nuestros propios destinos sin la guía de algún preclaro varón. Eso sí, cuando le satisface nuestro proceder nos regala un cumplido complaciente o una palmadita en la cabeza como la de Ernestina Godoy, la más reciente por “portarnos bien” —sus infantilizantes palabras— en la marcha del fin de semana.
Sería iluso pensar que López Obrador es el único misógino en el panorama político mexicano. Pero él es hoy el presidente de México. Uno que despliega una mezquindad asombrosa al acusar a las que protestan la violencia desbordada en el país de querer desviar la atención de su fantoche rifa del avión presidencial. Uno que se niega ya no a apoyar sino siquiera a recibir a las madres buscadoras. Que toma como ofensa personal la huelga de mujeres del 9 de marzo de 2020, saboteándola y ordenándole a su esposa retirarle su apoyo al movimiento. Uno que se jacta de poner a mujeres en puestos de poder para, en la práctica, acotarlas y dejarlas en calidad de marionetas subyugadas; la oficina de la primera mujer mexicana en ser secretaria de Gobernación quedó en los hechos de mera antesala del secretario de Seguridad. Uno que parece buscar a funcionarias carentes de experiencia, de talentos o de cualidades para más cómodamente manipularlas y hacerlas a un lado —basta recordar los desempeños de Tatiana Clouthier y Delfina Gómez—, no le vayan a salir como Urzúa. Uno que hace la faramalla de darle a su sucesora designada un bastón de mando de sololoy para acogotarla y humillarla en cada ocasión posible. Uno que defiende a violadores como Salgado Macedonio, minimizando los muy creíbles y desgarradores testimonios de sus víctimas: “Ya dije que son tiempos de elecciones y hay acusaciones de todo tipo”.
El asunto es que marchar, sólo marchar, no basta: ¿qué pasaría si en las próximas elecciones las formidables redes, los colectivos, los grupos feministas que año con año organizan el evento se dedicaran con todo a fomentar el voto por la opción que más claramente defienda y proteja nuestros derechos? ¿Qué si las mujeres, que somos mayoría en México, nos aseguramos de que llegue al poder alguien que, en los hechos, no nos agreda ni sobaje? Porque hacer marchas está muy bien, pero lo mejor sería que tuviéramos un país donde su líder máximo tenga como prioridad el asegurar políticas públicas que hicieran innecesaria toda protesta. Y eso, con los que hoy piden continuidad, no va a pasar nunca.