Las consideraciones para declarar terrorista a una persona o grupo dependen del lado para donde salpique la sangre derramada: antes de convertirse en la bestia negra de Occidente, cuando mataba soldados soviéticos en Afganistán, Osama Bin Laden fue declarado por Washington luchador por la libertad.
Las dificultades van más allá de la conveniencia: ni siquiera hay una definición de terrorismo aceptada internacionalmente, y a muchos les sorprenderá saber que la CIA, el Departamento de Estado y el FBI usan distintas. La mayoría, eso sí, coincide en que el término nace con la presentación de la cartilla moral (por mi madre) de Maximilien Robespierre, en febrero de 1794, cuando éste justificó las decapitaciones públicas y la tortura en la Francia revolucionaria como prerrogativas explícitas del gobierno: “Si el recurso de un gobierno popular en tiempo de paz es la virtud, el recurso de un gobierno popular durante una revolución es la virtud aunada al terror; el terror sin virtud es funesto; la virtud sin terror es impotente”.
El terror es hoy la insignia de ciertas milicias extralegales que buscan el poder enfrentándose a ejércitos constituidos; la desigualdad en la capacidad bélica convierte al terrorismo, con su incertidumbre y su inhumana letalidad, en un amplificador necesario para avanzar la agenda de los rebeldes. La primera narcocélula en crecer lo suficiente como para darse un quien vive con un ejército en forma, y por ende en recurrir a tácticas de terror, fue la de Pablo Escobar, pero hoy el Plan Colombia, el desmantelamiento de los aparatos de seguridad de la dictadura y el TLCAN, entre otras variables, convirtieron a México en la tierra prometida de los grandes cárteles transnacionales.
A la fecha Washington admite que hay grupos terroristas que se fondean por medio del narcotráfico —Sendero Luminoso, las FARC y los talibanes, entre otros—, pero no tiene catalogado a ningún cártel como organización terrorista por sí mismo; éstos históricamente no buscaban tanto fines políticos como el enriquecimiento simple y llano, teniendo más en común con Mark Zuckerberg que con Anders Breivik. El añadido contemporáneo es que parte importante del éxito económico de nuestras narcoempresas de calidad y excelencia se basa necesariamente en su capacidad de controlar rutas y territorios, lo cual le presenta un franco reto al Estado mexicano, al cual sustituyen no pocas veces como la autoridad tácita; en muchas partes del país, no siempre está claro quién va ganando.
A este gobierno, tan solícito con los capos, le conviene poco o nada que, como le pedirá la familia Le Barón a Trump, se catalogue a nuestros cárteles como terroristas; la etiqueta brinda a los gringos capacidades de intervención mucho mayores a las que ya ostentan extraoficialmente de la mano de la Marina, generalmente al margen de los ejecutivos locales y federales, comprometidos hasta el cogote con el narco. Les convenga o no, quiero verlos calificar de otra forma a lo sucedido en el Casino Royale, en Ayotzinapa, en las calles de Tamaulipas y Sinaloa o en las serranías de Chihuahua.
@robertayque