Los mexicanos gastamos ríos de saliva en debatir que si López Obrador es de izquierda (no), que si Xóchitl Gálvez es satánica porque apoya la despenalización del aborto (no), que si Ebrard va a romper con Morena porque una vez más lo usaron de utilería (¡jaja!), que si los naranjas son unos mercenarios (sí), que si el Ejército es pueblo uniformado (no joroben) y así, hasta la náusea.
El asunto es que los mexicanos estamos en la antesala de una elección que va a determinar si el país sigue siendo una democracia imperfecta o transita de lleno hacia una autocracia bananera, y en vez de ponderar en serio el sentido de nuestro voto nos la pasamos en dramas de lavadero, repitiendo eslóganes baratos y atrincherándonos en nuestras pequeñas atalayas morales, en nuestros buenaondismos y púlpitos, en nuestras filias y fobias dignas del mejor Godínez.
Mientras en eso estamos en lo que va del sexenio el quebranto al erario ha sido brutal. En los programas clientelares de Morena, que entregan carretadas de nuestro dinero sin registro y sin transparencia —o sea, sin que los ciudadanos tengamos manera de saber si en realidad llegan a sus destinatarios—, se han ido cerca de 2 mil 500 millones de pesos en pensiones a adultos mayores y 170 millones más en Jóvenes Construyendo el Futuro. Súmenle a esto los 20 mil millones de pesos desviados con total impunidad en Segalmex, y los más de 16 mil millones de dólares de un Dos Bocas anegado e improductivo, el doble del presupuesto y del tiempo afirmados por un presidente que nos juró y perjuró que estaría terminada en tres años y que no tendría sobrecosto alguno.
Si me siguen acompañando a ver esta triste historia está el Tren Maya, un sueño de opio que difícilmente logrará números negros y que nos ha costado 500 mil millones de pesos, muy por encima de los 150 mil millones presupuestados, y esto sin sumar sus irreparables daños ecológicos. También está la muy subsidiada Mexicana de Aviación, por la cual le pagamos a sus antiguos empleados más de 800 millones de pesos, además de ponerle cerca de 4 mil millones de capital, como si el Estado mexicano no tuviera mayores urgencias que mandarnos a pasear.
Y, por supuesto, la madre de todos los dispendios: la cancelación del NAICM. Para llegar a esa decisión universalmente desaconsejada, López alegó una corrupción que jamás probó ni menos persiguió. En realidad la obra, que costaría 285 mil millones de pesos por seis pistas, sucumbió en el altar de los rencores de su alteza pequeñísima; el capricho nos costó cerca de 300 mil millones, más los 100 mil de las dos pistas de la central avionera Felipe Ángeles: acabamos pagando más por mucho, mucho menos.
A todo este dinero perdido o robado falta añadirle lo que dejamos de ganar gracias a que nuestro presidente tiene de brújula a su hígado: imaginemos si en vez de estos albos paquidermos hubiéramos invertido esas millonadas en energías renovables, en acceso a internet para todos, en infraestructura hídrica, en vacunas y ventiladores durante la pandemia y, ¡ay! en combatir al crimen organizado.
Pero sigamos discutiendo dónde fue que Xóchitl pegó el chicle, faltaba más.