Política

La arrogancia y la impunidad

El ex presidente de EU a su arribo al tribunal de Nueva York el pasado 4 de abril. AP
El ex presidente de EU a su arribo al tribunal de Nueva York el pasado 4 de abril. AP

Dios detesta a los arrogantes. Lo dicen el antiguo y el nuevo testamento, el Corán y también las enseñanzas de Buda.

Pero tal cosa es irrelevante porque una de las características de una persona con trastorno de arrogancia es que ignora su padecimiento hasta que es demasiado tarde.

La fotografía de Donald Trump, a principios de esta semana, dentro de los tribunales de Nueva York, obliga a reflexionar sobre la arrogancia y sus seguidores.

Quienes lograron ingresar a la sala narran la actitud que guardó ahí dentro el ex mandatario de los Estados Unidos: mantuvo todo el tiempo los hombros encorvados, el rostro ayuno de expresiones y la mirada sometida.

Es muy probable que el caso Tormenta Daniels no vaya a derrumbar sus ambiciones políticas, pero dentro de esa sala, muy a su pesar, el inmortal se volvió mortal, o más precisamente, el impune tuvo que someterse a las consecuencias legales de sus actos.

Hablar de Donald Trump es hacerlo de tantos otros seres humanos como él, enfermos de arrogancia, que dominan esta época tan extraña.

En Israel los centros dedicados a la atención psiquiátrica hace tiempo que detectaron un conjunto peculiar de síntomas que se conoce como el Síndrome de Jerusalén. Se trata de un trastorno que adquieren ciertas personas cuando, al visitar alguno de los lugares santos de esa antigua ciudad, se convierten súbitamente en profetas.

El común denominador de los pacientes que padecen el Síndrome de Jerusalén es la convicción, por un lado, de que el mundo requiere urgentemente ser redimido y, por el otro, que ese profeta tiene una misión para que tal designio ocurra.

De acuerdo con esos mismos estudios todos los años se añaden alrededor de cien nuevos registros relacionados con tal síndrome en los hospitales dedicados a atender enfermedades mentales en Israel.

Cabe considerar la posibilidad de que este padecimiento no sea endémico de esa región del mundo. Hay evidencia de que en otros lugares del planeta hay sujetos convencidos de que tienen una misión redentora. Baste mirar el zoológico de políticos, generales, intelectuales, deportistas, actores, músicos, ministros de culto, influencers, o líderes sociales que invaden con sus arrogancias los espacios que son de todos, para sugerir que fuera de Jerusalén el planeta también está infestado de profetas.

Detectar a estos especímenes no es tarea difícil porque exagerar es siempre su tarjeta de presentación. Es el argumento del futbolista quien, después de meter un gol, asegura que fue el mejor de toda la historia, o el del político que califica igualmente de histórica la elección que le llevó al poder, o la del escritor que asegura que su obra es la mejor de toda la literatura publicada en su lengua.

El trastorno de arrogancia implica cargar dentro de la cabeza con una mente inflada. Una que se muestra ante los otros a partir de la soberbia, el engreimiento y la petulancia. El arrogante se autoasigna una relevancia superlativa y confía hasta el absurdo en sus capacidades. Es vanidoso por principio y pretencioso por convicción.

Como cualquier otro, el arrogante tampoco es una isla. Los sentimientos de superioridad que lo mueven impactan sobre sus semejantes y viceversa. Aquí hay un punto insuficientemente explicado. Si el profeta se topara con que nadie quiere hacerle segunda rápidamente dejaría de ser profeta. Pues lo mismo sucede con el arrogante. La arrogancia no se alimenta de fracasos sino de alabanzas. Para mantener un ritmo inflacionario necesita confirmación. Es aquella de la bruja del cuento de Blanca Nieves quien pregunta todos los días al espejo para obtener lo que quiere escuchar. Pero aquí el espejo es la gente que repite la dosis exigida de vanidad.

Cuando un político se planta en un templete y refiere que no existe mejor opinión que la suya, y nadie se atreve a desmentirle, estamos no solamente ante el trastorno de arrogancia sino ante la sumisión frente a esa arrogancia.

Sin temor al arrogante no habría arrogantes. Ciertamente la soberbia es intimidante porque su pretendida perfección inhibe cualquier tipo de contradicción. El problema surge cuando los sometidos por el arrogante le ayudan a mantener el privilegio. En efecto, cuando el arrogante se vuelve temido y el temeroso es incapaz de rebelarse la impunidad del primero se habrá coronado.

Es en este punto donde la arrogancia y la impunidad contraen matrimonio. O dicho, en otros términos, cuando el profeta cuenta con la complicidad del conjunto para continuar inflamando su ego aún si con ello hace un daño tremendo a quienes se le subordinaron y también a quienes, sin haberlo hecho, terminaron derrotados por la rendición mayoritaria de los fanáticos.

Falta a esta reflexión añadir que las alabanzas son solo el primer plato que alimenta al arrogante. Mayor proteína encuentra este personaje cuando subraya los defectos ajenos con expresiones canallas. Anular al adversario es otra de las peculiaridades de su carácter. Y necesita hacerlo a gritos, de manera inolvidable y también reverberante. La arrogancia no solo es antónima de la humildad, también lo es de la prudencia. Este profeta de nuestra época respira imprudencias en cada poro.

La imprudencia arrogante, consideran algunos, es equivalente a la sinceridad. Y, sin embargo, lo que realmente engendra este carácter es una incapacidad enfermiza para percibir las virtudes ajenas, las del entorno amplio y, al final, hasta las del círculo más próximo.

La arrogancia termina devorándolo todo, primero a los adversarios, luego a los propios y, en la etapa terminal, al profeta mismo. Esto lo sabe la humanidad desde tiempos muy antiguos. Ovidio recuerda el pleito de proporciones míticas que sostuvieron Aracne y Minerva. La primera fue una mujer que, por arrogancia, decidió desafiar a la diosa de la sabiduría.

El castigo de Aracne fue convertirse en una eterna tejedora y también en el primer arácnido de la Tierra. El mensaje es preciso: a los arrogantes, como el señor de la melena dorada, hay que sacarlos pronto de la casa, porque de lo contrario todos corremos peligro.


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Ricardo Raphael
  • Ricardo Raphael
  • Es columnista en el Notivox Diario, y otros medios nacionales e internacionales, Es autor, entre otros textos, de la novela Hijo de la Guerra, de los ensayos La institución ciudadana y Mirreynato, de la biografía periodística Los Socios de Elba Esther, de la crónica de viaje El Otro México y del manual de investigación Periodismo Urgente. / Escribe todos los lunes, jueves y sábado su columna Política zoom
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